Los factores culturales de la decadencia occidental –según Todd– tienen que ver con la religión, la educación o la demografía. Pero vamos por partes. La religión ha sido desde siempre un medio para dar sentido a la vida, así como para ordenar el comportamiento social. Las creencias, y particularmente aquellas que tienen que ver con lo sagrado, constituyen algo parecido al “cemento” que mantiene firmes las estructuras del edificio social. El islam funciona así para el mundo musulmán y otro tanto ocurre con otras religiones incluyendo al judaísmo, al budismo o a las religiones precolombinas (la cosmovisión de los pueblos mayas por ejemplo) que en sincretismo con las diversas expresiones del cristianismo continúa existiendo en los pueblos originarios de nuestro subcontinente. Por eso llama la atención el título mismo del capítulo 8 del libro de Todd (“La verdadera naturaleza de los Estados Unidos: oligarquía y nihilismo”) que no solo alude a la concentración de la riqueza y al poder económico como elementos constitutivos del deep state norteamericano (que, por supuesto, incluye al famoso complejo militar industrial) sino que con el concepto de nihilismo (no creer en nada) el autor francés busca explicar la decadencia de una sociedad que hasta ya avanzada segunda mitad del siglo pasado tuvo en las diversas modalidades de protestantismo el “pegamento” y daba orden al comportamiento social. En la actualidad, sin embargo, las cosas habrían cambiado para mal pues la mayoría de los ciudadanos parecen haber perdido las creencias que permitían otorgar un cierto grado de previsibilidad al comportamiento de sus dirigentes políticos. Todd nos recuerda que ya en la introducción de su libro saludó la valentía y los méritos de personajes del mundo académico como John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago o de Stephen Walt de la Universidad de Harvard señalando los errores de la Casa Blanca y le piden “..retornar a una concepción razonable del mundo, de un mundo en el cual los Estados Unidos no aspirarían más a una ‘hegemonía liberal’ sino que se conformarían con conservar su poderío en el marco del equilibrio internacional”, haciendo un balance de intereses (balancing) para mantener el equilibrio de poderes, de tal manera que, aunque la potencia americana siga siendo la primera potencia militar mundial, tenga claro que para conservar la paz ninguna potencia debe tratar de convertirse en hegemónica.
No obstante y a pesar del respeto que le merecen ambos académicos, “capaces de conservar su sangre fría en medio toda la agitación provocada por incompetentes ideólogos neoconservadores” esa visión geopolítica que permite ver a Estados Unidos como perfectamente resguardado por los grandes océanos y países de un hemisferio bajo su control hegemónico, solo corresponde parcialmente a la realidad pues todos los estados se encuentran sujetos a una dinámica que puede disminuir su estabilidad cuando factores como los económicos, ya analizados en nuestro artículo anterior, inciden negativamente. Ya vimos antes como la economía americana puede financiar su descomunal deuda pública (35 billones o “trillones”, la tercera parte de la deuda pública mundial) gracias al hecho que su producción de moneda (los “servicios” que el imperio presta al mundo) pero que esto no puede continuar así indefinidamente. Y no solo por la multipolaridad y los BRICS, sino porque seguir dependiendo de mercados exteriores para el abastecimiento de mercancías es insostenible en el mediano y largo plazo, debido a las razones muy bien explicadas en el libro del compatriota de Todd, Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI. Y por otra parte, tratar de revertir el proceso de creciente desigualdad y concentración de la riqueza en esa diminuta “oligarquía” (menos del uno por ciento de la población como lo ha demostrado en sus libros Jeffrey Sachs) de los superricos de un poder económico que controla al poder político está llevando a Estados Unidos a una decadencia durable, como la llama el editorialista del New York Times Ross Douthar,
Y es aquí en donde entra la pérdida de las convicciones religiosas como factor explicativo del nihilismo. La religión se ha vuelto zombie. Se sigue asistiendo a la iglesia, se practican los ritos usuales del bautismo, matrimonio religioso o en las honras fúnebres, pero la gente en lo único que realmente cree es en aquello que para el neoliberalismo –ideología dominante desde los tiempos de la señora Tatcher y del señor Reagan– ha sido llamado ley suprema de la economía: maximizar las utilidades. El dinero es en lo único que la gente realmente cree, con el parecido fervor y devoción que antes se otorgaba al culto religioso, protestante o católico. Y las nuevas versiones del protestantismo, los neopentecostales –por ejemplo– que aseguran que hacer dinero demuestra que nos encontramos en el ámbito de “los elegidos” porque el Señor recompensa así a quienes (supuestamente) poseen una fe inquebrantable es una clara expresión de este fenómeno. Los medios –lícitos o ilícitos– de acumulación de capital son algo absolutamente irrelevante y explican la enorme corrupción prevaleciente también allá en el norte global. Así se construyen esos nuevos templos, monumentales, que más parecen estadios que recintos religiosos y que en realidad de han convertido en lugares para adorar a al nuevo dios dinero –solo comparable con el bíblico becerro de oro que engañó al “pueblo elegido” cuando huía de Egipto hacia esa hoy, diabólicamente ensangrentada, tierra prometida.
Así se ha llegado a la peligrosa situación en la cual una verdadera neurosis social colectiva prevalece, y que consiste en la obsesión por el dinero y el poder individuales. Los perdedores, individuos marginales débiles y enfermos se autodestruyen en la drogadicción y la miseria mientras que los “ganadores” suelen demostrar su “poder individual” ejerciendo el terrorismo violento propio de los asesinatos masivos en escuelas o lugares públicos. Y lo que es peor, estos mismos individuos si tienen la “suerte” de estar ubicados en las altas esferas del poder político demostrarán su “poderío” con un belicismo guerrerista, encubierto con alguna piadosa ideología por supuesto, que ahora mismo se manifiesta en la guerra contra Rusia (por interpósita Ucrania) o en el Medio Oriente con el apoyo incuestionable que se presta a Israel. La ceguera de quienes ordenaron la incursión de tropas ucranianas en territorio ruso –supuestamente para apoderarse de la central nuclear de Kursk deteniendo de nuevo, cualquier arreglo negociado de ese conflicto bélico– es patética. Ya la situación del Medio Oriente con un Irán amenazando con la represalia contra Israel por el ataque que provocó el asesinato del dirigente de Hamás Ismael Haniye en Teherán es suficientemente grave como para complicar todavía más los escenarios bélicos con ataques que, como el que Hitler llevó a cabo durante la segunda guerra mundial en la ofensiva teatral de las Ardenas solo buscan distraer la atención mundial de una derrota cada vez más próxima.