Cuando Marcos Antil emigró a Estados Unidos en realidad no deseaba abandonar su comunidad – Santa Eulalia en los altos Cuchumatanes de Huehuetenango – pero su familia entera ya se había instalado en Los Ángeles, a fines de los ochenta, como consecuencia del conflicto armado, que todavía no amainaba de resultas de la negativa del ejército a negociar la paz – algo decidido en el Acuerdo de Esquipulas II – y los dos sucesivos intentos de golpe de Estado que dicha decisión motivó durante la gestión gubernamental de Vinicio Cerezo y del último de los partidos históricos, la Democracia Cristiana. A sus catorce años se sentía bien en su comunidad, disfrutaba del aprecio de sus amigos y maestros en el último año de primaria, razón por la cual sus padres le permitieron permanecer solo en Santa Eulalia (“soberano e independiente” recalca el autor, aunque recomendado a la supervisión de amigos de la familia, el maestro Victoriano y su esposa Chabe) a fin de terminar el sexto grado. Pero una vez aprobado debió marchar para reunirse con su familia con el auxilio de un “coyote” enviado por su padre, en una marcha llena de incidencias relatadas con maestría literaria en su libro Migrante, cuya narrativa autobiográfica cualquiera podría imaginar novelesca si no fuera porque todos sabemos que en nuestro país la realidad supera, con creces, a la ficción. Pero veamos primero de qué manera la dimensión cultural incidió en los emprendimientos de este excepcional guatemalteco, migrante indígena que retornó convertido en innovador en el campo de la tecnología informática estableciendo Guatemala la sede principal de su propia empresa que ahora, fusionados con la inglesa Wunderman Thompson (WPP) podría competir por contratos hasta de 100 millones de dólares manteniendo a Antil como su CEO según Forbes y Prensa Libre del 13-2-2020. El sueño americano realizado pues.
¿Pero esto es algo al alcance de todos o se trata de un caso excepcional? Cuando leemos en la contraportada del libro la opinión de Diego Pulido – ilustre personero del Banco Industrial – quien se refiere a la habilidad del autor para “convertir cada barrera en trampolín” esto nos podría hacer pensar que es la “paciencia, constancia y alegría” la clave de su éxito para superar las adversidades. Sin embargo, a nuestro juicio es más acertado Luis Von Ahn mostrando sus respetos y “quitándose el sombrero” ante alguien que, de manera “increíble”, pudo establecer una empresa “después de nacer con una situación mucho menos afortunada que la mía” o la opinión de Rigoberta Menchú al recordar el peso que suele tener la relación ancestral proveniente “de la profundidad de nuestra Madre Tierra” mientras que Irma Alicia Velásquez Nimatuj encuentra en el testimonio de Antil el ejemplo “…de la tenacidad de las y los hijos de los mayas que emergen de entre las cenizas del genocidio de la década de 1980 y que se elevan por la bóveda celeste para brillar con luz propia sin renunciar a sus orígenes ancestrales”.
Y es que, desde el punto de vista de la identidad cultural, hay que tener en cuenta que la historia ancestral está presente en las páginas del libro desde el impresionante relato de cómo su madre le salvó la vida cuando estuvo a punto de morir por una infección intestinal a los pocos años de vida, teniendo que caminar kilómetros desde su aldea natal – con el niño en la espalda envuelto en un perraje – en medio de una densa niebla cuya blancura sobre las copas de los árboles se parecía al col, el vestido ceremonial de los q’anjob’al, valiosísima herencia familiar “una prenda cuyos hilos están tejidos como memoria de fiestas de casamientos, de ocasiones de singular alegría, pero que en ese día se había convertido en la última esperanza” (p.58) prenda de vestir sirvió para pagar a la curandera tradicional los medicamentos naturales gracias a los cuales recuperó su salud: “blanco güipil ceremonial de mamá Lucín, heredado de la abuela y de la abuela de la abuela. Era un tesoro invaluable, pero mi mamá sacrificó el tesoro de generaciones como una ofrenda de amor a cambio de mi vida” (p.61), hasta en la forma como se concibe el origen de su decisión de establecer XumaK (“empresa de desarrollos digitales para mercadeo de internet y arquitectura de sitios web”) cuyo nombre significa florecer porque “…siempre me he sentido orgulloso de mi cultura y de mi idioma materno. Ya que iba a fundar una compañía tecnológica enfocada en el futuro quería reafirmar la riqueza de mis raíces mayas” (p.266) decisión tomada en el marco de la concepción del “tiempo circular que contrasta con la linealidad occidental” de los pueblos originarios cuyo pensamiento se articula con la cosmovisión maya, ya que: “…Estos círculos son ciclos finales que son nuevos comienzos, episodios que parecen repetirse, pero en realidad se renuevan dentro de ciertos períodos y abren nuevas oportunidades que antes no se veían… Si uno se concentra en encontrar la oportunidad que hay en cada adversidad, tarde o temprano halla una puerta abierta a un nuevo ciclo” (p.180). De modo que, al igual que ocurre en los ecosistemas naturales (la Madre Tierra o Pachamama de los pueblos andinos) la cosmovisión cíclica de los mayas fue determinante para que Antil pudiese darse cuenta que la oportunidad llegaba con la llegada de la tecnología del internet a principios de siglo, por eso estudió informática y se lanzó a la creación de su propia empresa, cuyo nombre alude al “florecimiento” de lo nuevo. Y esto es algo que, además, el nuevo k’atun del calendario maya, iniciado en el 2012, seguramente le iba a facilitar el camino, a pesar de los graves tropiezos que sufrió su empresa debido a la crisis financiera desatada por Wallstreet en el 2008.
Sin embargo, hay también una dimensión social importante que tampoco es frecuente cuando se examina el fenómeno de la movilidad humana hacia el norte global: la familia, a cuyo apoyo Antil le atribuye en buena medida el haber podido realizar los cuatro años de estudios de la carrera de programación en la Universidad de California (Bakersfield) así como el apoyo de sus profesores del High School de Los Ángeles quienes fueron determinantes en la consecución de la beca que le permitió seguir estudios universitarios a pesar de una ley estatal infame que en los noventa prohibía a quienes estuviesen en situación de irregularidad migratoria seguir estudios universitarios, legislación que después fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema. Algo parecido a lo sucedido con el DACA de Obama cuando Trump lo suspendió. Y una dimensión de perseverancia y abnegación individual, porque sin el trabajo obtenido en una entidad dedicada a ayudar niños que eran retirados de la custodia de sus padres asignándolos a hogares adoptivos (por haber sido víctimas de violencia, maltrato, abandono o abuso) no hubiese podido sostenerse económicamente. Pero tratándose de una organización humanitaria no lucrativa la paga era muy baja de modo que su subsistencia transcurría entre “la angustia y el milagro” dice el autor, recibiendo ayuda en alimentos de los propios compañeros de la ONG para la cual trabajaba y de su propia familia en Los Ángeles, aunque el hecho de trabajar le quitaba horas de estudio que debía reponer por la noche, de modo que se acostumbró a dormir muy poco gracias a “…un motor mental cuya fuerza me movió a levantarme sobre todo en aquellas mañanas en que solo había dormido una hora, por haber estudiado toda la madrugada bajo una lámpara de escritorio en mi pequeña habitación mientras los compañeros dormían” (p. 214). Todo este conjunto de factores es algo que no se reúne con facilidad para la mayoría de migrantes, que deben afrontar la separación familiar (además de la de sus comunidades), o que no llegan a Estados Unidos en la edad apropiada para realizar estudios de secundaria (high school) como sucedió con Antil llegado a los 14 años y que no pudo trabajar – como hicieron sus hermanos mayores – porque, para su sorpresa, el trabajo de los menores es prohibido en Estados Unidos. En fin, es evidente que a la excepcionalidad individual (el “emprendedurismo” tan de moda) deben agregarse el conjunto de factores de orden étnico-cultural ya mencionados, más los sociales (la educación) y los de orden familiar. Pero esto no significa que el ejemplo de Antil sea único o que no pueda reproducirse en el futuro. Su libro incluso podría ser adaptado como guion cinematográfico y producir una película (o una serie de streaming) que sería de gran utilidad para ir disminuyendo el racismo estructural y la discriminación hacia los migrantes que prevalece tanto en Guatemala como en Estados Unidos. En todo caso, creemos que más que “sueño americano” el extraordinario éxito de Marcos Antil debería considerarse como un “sueño guatemalteco” (como él mismo llama a uno de los capítulos de su libro) para que, poco a poco, el “todos somos Marcos”, de otro capítulo, pudiese hacerse realidad.