Adrian Zapata

zapata.guatemala@gmail.com

Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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El medio Rebelión publicó el día de ayer un artículo de Katu Arkonada, titulado “No, el mapa latinoamericano no está teñido de rojo”, donde analiza la diversidad ideológica que caracteriza a los actuales gobiernos de izquierda que, en su conjunto, son la gran mayoría en nuestro continente y corresponden a los principales países (México, Honduras, Colombia, Bolivia, Brasil, Chile y Argentina, además de Cuba).

Esta pluralidad ideológica dentro de las izquierdas establece una diferencia sustancial en relación con lo sucedido en la primera década del actual siglo y que comenzó en 1999 con la asunción de Hugo Chávez en Venezuela, donde coincidieron también Lula, Evo Morales, Rafael Correa y Néstor Kirchner. En ese período la izquierda latinoamericana era más homogénea. Pareciera entonces que la democracia ha sido capaz de impactar en el rompimiento de un pensamiento único, inclusive al interior de una determinada corriente ideológica, ya que posibilita el surgimiento de diferencias que pueden competir entre sí.

Pero, además, la democracia también construye un “territorio” de competencia entre corrientes ideológicas distintas e, inclusive, contradictorias. Es así como un gobierno de derecha eventualmente puede ser cambiado por uno de izquierda, y viceversa.

Es por lo anterior, que la democracia no puede ser pintada de un color determinado.

La posibilidad de la alternancia en el poder es una característica inherente a la democracia liberal, que es la hegemónica en los sistemas políticos contemporáneos. Esta visión de la democracia dista mucho de ser perfecta. Incluso puede viciarse, cuando el ejercicio del voto se pervierte. Y esto se produce, principalmente, a través de la mercantilización de la política (el financiamiento privado de los partidos que siempre tiene intereses particulares implícitos), donde las opciones que compiten se convierten en simples productos comerciales que se “venden” a través del mercadeo correspondiente. Los candidatos se convierten en vulgares mercancías (un desodorante, un calzoncillo, un maquillaje, un sostén, etc).

Y también se pervierte la democracia si la institución que organiza y dirige un proceso electoral pierde la legitimidad que le es indispensable, lo cual sucede cuando prevalece la percepción de la falta de independencia de ésta. Es como cuando en un partido de fútbol, la afición percibe que el árbitro está “vendido” a uno de los equipos.

También puede suceder que el prestigio de dicha institucionalidad sea demolido por vincular a sus integrantes con la corrupción. Por ejemplo, nadie querría a un ratero siendo el juez de un litigio patrimonial.

En ese contexto, en una democracia liberal, es fundamental la legitimidad de la institucionalidad que “certifica” el triunfo que determinado actor político obtenga en un proceso electoral.

Todo lo anterior lo traigo a colación para referirme al proceso electoral que está en marcha en Guatemala. Nunca había existido un Tribunal Supremo Electoral más deslegitimado, porque es abiertamente percibido como cooptado por lo que hemos denominado la “convergencia perversa”. Por eso es que se interpreta como un acto de exclusión arbitraria el rechazo de ese órgano a la participación del MLP en el proceso electoral. Pero a lo anterior hay que agregar la corrupción que diversos actores y sectores de la sociedad perciben en torno al TSE, dado el oscuro negocio que hicieron en la contratación de tecnología para registrar los resultados de los escrutinios.

Como se ve, el descrédito de la entidad que organiza, ejecuta y dirige el proceso electoral podría llevarnos a tener como resultado un gobierno ilegítimo.

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