Por Luis Alberto Padilla
No nos referimos a las torpezas de nuestra cancillería denunciadas en su columna de Prensa Libre por Mario Antonio Sandoval (invitar a un supuesto “presidente interino” – inexistente – de Venezuela junto al canciller del obscuro dictador nicaragüense a un costoso evento digital que solo evidenció la ausencia de una política exterior con sentido estratégico) sino al mínimo de diplomacia que haría falta para detener, con un alto al fuego, la guerra de Ucrania evitando así que sigan ocurriendo muertes de civiles inocentes y destrucción de infraestructura en ese país. La diplomacia desde siempre ha sido un arte más que un conocimiento transmisible vía la enseñanza formal. Por eso más que escuelas “de diplomacia” hay que establecer “academias diplomáticas” en donde se enseñan las ciencias que pueden ser auxiliares de utilidad para desempeñar el oficio. Pero ser un buen diplomático es algo que se trae, congénito, como sucede con el arte pues los buenos músicos, pintores, arquitectos, escultores, escritores o poetas lo son por vocación, no porque hayan aprendido a serlo en las academias correspondientes. Así se explica que Metternich – para poner ejemplos concretos – haya tenido la habilidad de invitar incluso a los derrotados franceses, en las guerras napoleónicas, cuando se negoció la paz de Viena en 1815 y que el tratado que consagró el fin de esas negociaciones haya proporcionado relativa paz y estabilidad al continente europeo durante casi un siglo, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914. En cambio, las negociaciones del tratado de paz de Versalles en 1919, que contaron con la presencia predominante del presidente norteamericano Woodrow Wilson – quien se desplazó a París y permaneció allí mientras duraron las negociaciones – no tuvo esos resultados en parte debido al hecho que Wilson era un profesor y un político, pero no un diplomático. Al contrario de lo hecho por Metternich, Wilson no se dignó invitar a Versalles a los representantes de los derrotados imperios Alemán y Austro-Húngaro, los cuales desaparecieron de la escena política además de sufrir la imposición de sanciones que harían palidecer a las que en la actualidad el imperio norteamericano ha impuesto unilateralmente a Rusia por la guerra de Ucrania.
El resultado de esa falta de diplomacia fue el ascenso del fascismo en Italia y del nazifascismo alemán, que en veinte años desató la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, gracias a la habilidad diplomática del presidente Roosevelt, la derrota de Hitler (y de Mussolini) se tradujo en el establecimiento de Naciones Unidas en la Conferencia de San Francisco y aunque posteriormente estalló una guerra “fría” la buena diplomacia que caracterizó esos años de bipolaridad imperial evitó que la confrontación de Estados Unidos contra la Unión Soviética se transformara en “caliente”. Otro ejemplo de buena diplomacia es la de Henry Kissinger, Secretario de Estado del gobierno republicano de Richard Nixon que sin embargo tuvo la habilidad de acercarse a China para “meter una cuña” entre Pekín y Moscú lo cual permitió poner en marcha las negociaciones de París que pusieron fin a la guerra de Vietnam, a las de Helsinki que permitieron el establecimiento de la OSCE y que condujeron al período de distensión que dio lugar a las negociaciones para limitar el armamento nuclear estratégico (SALT) y posteriormente a las que lograron el desmantelamiento de los misiles nucleares de corto y mediano alcance en Europa (INF).
Pero sucede que ahora estamos viviendo tiempos aciagos que se caracterizan por la ausencia de diplomacia lo cual, en buena medida, condujo al estallido de la guerra de Ucrania en febrero de este año. Recordemos que en diciembre del año pasado el presidente Putin hizo pública la propuesta de Rusia al gobierno de Estados Unidos para la firma de un tratado bilateral en el que ambos países se comprometían a hacer de Ucrania un país neutral evitando así que el temor de Moscú de ver a Kiev como parte de la OTAN se realizara. Pero la propuesta ni siquiera mereció respuesta por parte de Washington. Esa falta absoluta de tacto diplomático fue determinante en el inicio de las hostilidades y, desafortunadamente – a pesar del valioso intento de mediación del presidente Recep Tayyip Erdogan que logró reunir a negociadores de ambos contendientes en territorio turco – ha hecho también imposible cualquier acercamiento posterior dada la política de “echar leña al fuego” que tanto americanos como europeos han adoptado enviando armamento, asesores e información de inteligencia al ejército ucraniano.
¿Están acaso apostándole a un triunfo de Kiev sobre Moscú cuando tienen que saber que esto es imposible dado que Rusia es una potencia nuclear? ¿Entonces a que juegan? Ciertos analistas aseguran que el Pentágono busca provocar un cambio de régimen en el Kremlin, cambio que sería derivado del rechazo de la oligarquía rusa a seguir sufriendo las consecuencias de las sanciones impuestas por Occidente o del malestar social causado por la movilización de jóvenes para pelear en esa guerra fratricida. Pero otros, sin embargo, sostienen que el gobierno de Putin es sólido y que no hay probabilidades de su caída inminente. Además de que es obvio que la salida de este tampoco garantiza la llegada de un substituto “moderado” dispuesto a negociar con Zelenski. De modo que las hipótesis de los estrategas del Pentágono no parecen tener base de sustentación. Si así son las cosas, entonces: ¿qué cabría esperar de la comunidad internacional para por lo menos decretar un alto al fuego que permita dar inicio a negociaciones de paz? Está claro que Naciones Unidas tiene las manos atadas porque las grandes potencias – miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas – impiden con el veto cualquier acción en el marco de lo previsto por la normativa del capítulo VII de la Carta. Así se explican los llamados del gobierno mexicano, en el discurso reciente del canciller Ebrard ante la Asamblea General a personalidades como el Papa Francisco o el primer ministro de la India, Narendra Modi para hacer algo en esa dirección. Pero todo parece indicar que la iniciativa no prosperó.
Los atentados recientes – teledirigidos por Occidente – contra el gasoducto Nordstream en aguas bajo control de la OTAN en el mar Báltico y contra el puente de Crimea – vital para la logística rusa – han agravado la situación pues provocaron el disparo ruso de drones y misiles contra objetivos de infraestructura y ciudades ucranianas (Kiev incluida) en represalia por estos ataques. Las cosas pueden ponerse todavía peor si utilizando el armamento proporcionado por la OTAN los ucranianos responden y, algo que no es para nada improbable, alguno de estos disparos de misiles o fuego de artillería impacta centrales nucleares, como la de Zaporiya (en territorio del Donbás, ya anexionado por los rusos, de manera que se encuentra bajo su control) que es la más grande de Europa y posee cuatro reactores. Si lo de Chernobil fue una catástrofe de magnitud europea (porque la radiación no conoce fronteras) es fácil suponer lo que sería una explosión en dichas instalaciones nucleares. En síntesis, estamos a las puertas de una Tercera Guerra Mundial. Sólo los países europeos, y dentro de ellos principalmente Alemania y Francia están en condiciones de promover la vía diplomática para lograr, insistimos en esto, como mínimo un alto al fuego. Pero obviamente, esto implica enfrentarse a los halcones de Washington. Ya en el pasado el presidente De Gaulle – cuando los americanos quisieron vetar la decisión de Francia de dotarse de armamento nuclear propio – expulsó a la OTAN de París e impuso su política de la “force de frappe”. Se necesitaría que tanto el presidente Macron como el canciller Scholz atendieran lo que esa gran dama, estadista de primera magnitud que es Angela Merkel, ha venido diciéndoles que hagan. La sobrevivencia de la humanidad entera es lo que se encuentra en juego.