Por Luis Alberto Padilla
La semana pasada, a propósito de la delegación de los 48 Cantones que viajó a la capital para exigir que los diputados archivaran la desafortunada y antidemocrática iniciativa de ley 6076 en las redes sociales circuló un meme que dice: “¡Gracias por haber dado la cara por todos nosotros, 48 Cantones! (Si no los acompañaste para que se archivara la nefasta iniciativa 6076, al menos circula este agradecimiento”). De manera que, independientemente de que los valientes dirigentes del pueblo k’iche’ hayan logrado (o no) sus objetivos (porque ya sabemos lo dudoso que es gestionar cualquier cosa en el Congreso y la doble cara de la mayoría de sus integrantes) creemos que esta audaz iniciativa indígena nos permite reflexionar acerca del fracaso de ese tercer intento (el de 1985) de establecer una “democracia representativa” (de la cual ya solo va quedando en pie el proceso electoral del año entrante, porque el resto de sus componentes –independencia de poderes, un MP al servicio de la justicia y no del presidente, una CC con magistrados que obedezcan a su propia consciencia y no al jefe del Ejecutivo– ha desaparecido). Por eso no es extraño que una de esas encuestas que se hacen periódicamente en América Latina sobre estos temas haya encontrado que una mayoría de ciudadanos guatemaltecos están insatisfechos con semejante sistema político, absolutamente no-democrático. Por el contrario, en las comunidades indígenas, y especialmente en los 48 Cantones, si existe una vibrante democracia comunitaria lo cual da plena legitimidad a sus dirigentes y les permite actuar con el pleno respaldo de los ciudadanos que integran sus comunidades, como hemos visto ahora que se presentaron al Congreso reclamando contra una ley que busca acallar las protestas populares.
Pero ¿qué debemos entender por democracia comunitaria y cuál es su diferencia con la llamada “democracia representativa”? La primera es una democracia directa (solo comparable con la que existe en Suiza) en la cual los miembros de una comunidad se reúnen en asamblea para tomar decisiones respecto a todo lo que ocurre y afecta a su comunidad mientras que la segunda consiste en que los ciudadanos de un país eligen a quienes van a ser sus representantes sea esto ante el Parlamento (como sucede en Europa) o ante un congreso de diputados, que en algunos países suele componerse de dos Cámaras, una de amplia representación en función del número de habitantes y otra en función del número de estados, provincias, regiones autónomas o entidades que componen una república, federación o reino con este tipo de sistema de gobierno (senado) y son estos representantes quienes toman las decisiones en nombre de quienes los han electo. Como sabemos, en Guatemala los diputados (con la honrosa excepción de algunos partidos minoritarios) no representan a nadie debido a la naturaleza espuria de las normas electorales, diseñadas precisamente para eso: para evitar que se elija verdaderos representantes. Y en cuanto a la separación de poderes y un Sistema de Justicia independiente no vamos a insistir en su desaparición por obra y gracia de los malos gobernantes que nos agobian. Debido a ello la última oportunidad que tiene el sistema del 85 de sobrevivir es que en las próximas elecciones el TSE impida el fraude (que seguramente ya está planeando el Pacto de Corruptos) y que, además, los ciudadanos de este país nos encontremos en condiciones de elegir un presidente y diputados honorables. Sin embargo, mientras ese es el triste panorama a escala nacional, a escala local –en los 48 Cantones– tenemos un sistema democrático en pleno y saludable funcionamiento del cual deberíamos inspirarnos todos los guatemaltecos.
Para comenzar, los tres pilares del sistema de democracia comunitaria, que la distinguida académica k’iche’ Gladys Tzul llama en su tesis doctoral “sistemas comunales de gobierno”, consisten en: 1) el k’ax k’ol o trabajo comunal no remunerado, 2) las tramas de parentesco y 3) la “asamblea como forma comunal de deliberación para resolver problemas cotidianos, asuntos de agresión estatal, o tratar cómo y de qué manera se redistribuye lo que se produce en las tierras comunales”. Se trata pues de estrategias colectivas para gestionar, autorregular y defender los territorios comunitarios por medio de acuerdos colectivos que son resultado del diálogo en las asambleas comunitarias en las que “lo comunal indígena funciona como una estrategia política que, a pesar de las texturas jerárquicas (como el parentesco), tienen las capacidad de actualizarse, recomponerse y estructurar su autoridad” como sostiene Tzul. Y a ello habría que agregar que el K’ax K’ol, o trabajo comunal, por tratarse de un servicio social no remunerado que se lleva a cabo en forma rotativa durante períodos anuales (que incluye al servicio al frente de la autoridad comunal, o sea que todos pueden ocupar los más altos cargos) se dedica permanentemente al mantenimiento de la infraestructura (caminos, puentes, agua potable) pero también a los cultivos en los terrenos comunales, al mantenimiento del bosque incluyendo los programas de reforestación, pero también para atender compras para las fiestas cantonales y las ceremonias religiosas o para cumplir con los ritos propios de la espiritualidad de la cosmovisión maya.
También son las autoridades cantonales las que se ocupan de realizar trámites ante la burocracia estatal o de oponerse y resistir a ella como sucedió durante las protestas del 2012 que dejaron un saldo muertos y heridos o las del año pasado pidiendo la renuncia del presidente Giammattei. Por tanto, las decisiones se toman en el marco de un verdadero sistema de democracia participativa que, como dice Tzul “es una organización política para garantizar la reproducción de la vida en las comunidades, donde el k’ax k’ol es el piso fundamental donde descansa y se producen esos sistemas de gobierno comunal y donde se juega la participación plena de todas y todos”. Por cierto, como ya mencionamos, las autoridades comunales prestan sus servicios en forma ad honorem y rotativa, algo que impide no sólo cualquier “expropiación del mando” a la colectividad (pues los dirigentes obedecen los mandatos del colectivo social) sino que también impide la corrupción puesto que se trata de “trabajo que cuesta” el cual, por no ser remunerado (k’ax significa dolor en idioma k’iche’) implica que no existen beneficios personales.
Entonces, si el trabajo comunal no permite enriquecerse a nadie ni convertirse en “personaje importante” lo que está en juego es la prestación de un verdadero servicio público comunitario, el cual –si en Guatemala nos propusiéramos terminar realmente con la corrupción– se podría replicar en buena parte de municipios aunque –por supuesto– para ello se requeriría de una nueva normativa constitucional. Así tendríamos verdaderos representantes, electos en asambleas comunitarias por períodos anuales cuyas funciones principales serían, como se hace en los 48 Cantones: organizar la producción de alimentos en el marco de la soberanía alimentaria y del respeto a los ecosistemas naturales (economía circular), reparar toda clase de herramientas y enseres, dar mantenimiento a los espacios comunales, manantiales y pozos, gestionar los recursos hídricos y llevar a cabo el reciclaje de deshechos y residuos para disminuir la contaminación y facilitar la adaptación y mitigación del cambio climático etc. Es decir, toda clase de trabajos en los cuales la potente fuerza de la democracia comunitaria (complementaria de lo que debería ser una verdadera democracia representativa) se haría manifiesta, fortaleciendo la vida comunal al mismo tiempo que se demuestra que es posible trabajar no solo para terminar con el andamiaje oligárquico-colonial del poder político sino, sobre todo, para darle un renovado impulso al proceso de emancipación de los pueblos originarios de este país.