Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

En nuestro último artículo analizamos la impotencia de Naciones Unidas en relación a la guerra en Ucrania. Lamentamos que frente a la invasión rusa el Consejo de Seguridad no haya podido aprobar una resolución como las que en 1950 y en 1991 detuvieron la guerra en la península de Corea y en el Golfo Pérsico restableciendo el statu quo y devolviendo su independencia y soberanía tanto a Corea del Sur como a Kuwait. Nos referimos a las circunstancias fortuitas o coyunturales que permitieron que, en esos dos únicos casos, ninguno de los cinco miembros permanentes del Consejo ejercieran su derecho de veto y recordamos como el numeral 3 del artículo 27 introduce en el Capítulo VII de la Carta el principio de equilibrio de poder que rige las relaciones entre las grandes potencias desde que se firmó la Paz de Westfalia en 1648, dando lugar a que el paradigma realista prevalezca sobre el derecho internacional gracias a una norma incrustada en el corazón mismo del tratado constitutivo de la máxima organización mundial. Eso significa que el derecho internacional no se aplica a las confrontaciones de las grandes potencias que están “autorizadas” a recurrir a la fuerza (la invasión de otro país como ocurre ahora en Ucrania) o a la aplicación de sanciones unilaterales (como ha hecho Estados Unidos ahora contra Rusia, pero también contra Irán, Cuba, Venezuela y en múltiples casos).

En consecuencia, la resolución de la Asamblea General que condena la invasión rusa aprobada por 141 votos, al carecer de fuerza coercitiva, posee un puro valor simbólico. Como sucedido en casos similares del pasado ( la ocupación israelí y franco-británica del canal de Suez en los años cincuenta; las invasiones soviéticas de Hungría, Checoeslovaquia o Afganistán durante la guerra fría; las intervenciones e invasiones de Estados Unidos en Nicaragua, Irán, Guatemala, República Dominicana, Vietnam, la isla de Granada, Panamá, Afganistán e Irak; las guerras en los Balcanes cuando se desintegró Yugoeslavia y la OTAN bombardeó Serbia para obtener la segregación e independencia del Kosovo, la inacción ante las guerras civiles en Siria, Yemen y en el conflicto palestino/ israelí etc.) tenemos que rendirnos a la evidencia que, cuando por razones geopolíticas se encuentra en juego el control de territorios o las respectivas esferas de influencia de las grandes potencias, el derecho internacional es inaplicable dado que la misma Carta así lo dispone. Por eso hemos visto como frente al proceso de expansión de la OTAN iniciado con posterioridad al fin de la guerra fría, a pesar de las “líneas rojas” marcadas por Moscú en Georgia en el 2008 y en la misma Ucrania en el 2014, la Casa Blanca hizo caso omiso de las advertencias del Kremlin y el resultado lo tenemos a la vista: otra guerra europea con su cauda de destrucción y muerte en la que el pueblo ucraniano está pagando los platos rotos de los antiguos enemigos de la guerra fría, que – supuestamente – habrían hecho las paces con la caída del muro de Berlín y el colapso de la URSS y del comunismo, cuando todo parece indicar que no se trató más que de una tregua y ambas potencias continúan profundamente enemistadas.

Cómo salir entonces de este terrorífico conflicto, mucho más peligroso que cualquier otro porque una intervención de la OTAN (como la zona de exclusión aérea que está pidiendo el presidente Zelenski) o un accidente en que se vean involucrados los reactores nucleares del país invadido, podría desencadenar una conflagración nuclear abriendo las puertas a la extinción del género humano sobre la Tierra. Las negociaciones bilaterales directas que ya se iniciaron entre Kiev y Moscú, aparte de los llamados “corredores humanitarios” para permitir la salida de la población civil de las zonas de combate, no han ni siquiera conseguido establecer un alto al fuego de las partes contendientes y – dadas las exigencias de Moscú sobre el reconocimientos de las repúblicas separatistas del Donbás así como de Crimea, la desmilitarización y la neutralización de Ucrania – es poco probable que rindan fruto alguno sin pasar por la mediación de algún país que, como Turquía – en donde se reunieron Lavrov y el canciller ucraniano sin lograr todavía ningún acuerdo – pudieran contribuir a la realización de tales tratativas.

Entonces, hay que hacer votos fervientes porque la mediación turca rinda frutos en el corto plazo deteniendo la guerra, dado que los europeos desecharon el Cuarteto de Normandía alineándose con Washington y los chinos, a pesar de su cautela, no cabe duda que apoyarían a Moscú si el conflicto se desborda. Pero ¿qué hacer para que en el largo plazo se ponga fin al riesgo pírrico de la “destrucción mutuamente asegurada” que implica toda confrontación nuclear? ¿Cómo poner fin a la locura geopolítica que alimenta los odios en la liga de los poderes atómicos? Desde nuestro punto de vista la única forma de obligar a las grandes potencias a respetar el derecho internacional es obligándolas a transitar por el arduo camino del desarme nuclear. La coyuntura actual es favorable porque el Tratado de Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN) ya entró en vigor y esto favorece que los países que son miembros del mismo hagan valer su posición en organismos como la Conferencia de Desarme en Ginebra la cual ya ha tenido logros significativos, como la prohibición de las armas químicas, las bacteriológicas así como de las pruebas nucleares. Sólo así se puede aspirar con seriedad a la reforma de la Carta de Naciones Unidas para eliminar de ella el derecho de veto y la condición de miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las cinco potencias triunfadoras en la Segunda Guerra Mundial que desde entonces han marginado al Japón y Alemania, los derrotados. El orden de Westfalia debe sustituirse por un nuevo orden internacional multipolar y cosmopolita, que se preocupe por la seguridad del planeta que habitamos como cuestión primordial en estos tiempos en que la amenaza del cambio climático debería ser nuestra principal preocupación, al igual que la seguridad humana, amenazada principalmente por los flujos migratorios irregulares y por el crimen transnacional organizado.

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