Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Quiero escribir sobre orden y lógica, pero no sé cómo comenzar y nada me hace sentido.  Esto que acabo de decir me parece un contrasentido; o como diría un joven recién casado, se lo que tengo que hacer, pero no sé por dónde empezar.

Tal vez si escribiera de los perjuicios de los prejuicios; pero eso resulta ser difícil porque hay que hablar de lo propio, y eso siempre termina por avergonzar.

Es curioso que cuando a los seres humanos nos pasa algo malo, la tendencia es a resignarnos, y a guardarlo todo en secreto durante un buen tiempo, si no es que para siempre; en un fondo que a veces termina siendo desconocido hasta para uno mismo.  Allí se nos fermenta la vergüenza, a la que batimos incesantemente hasta que nos terminamos sintiendo culpables de algo por no haber dado la talla.  Seguramente esa culpa, es el precio de no querer ser menos.

La culpa y la angustia me sientan mal, eso lo tengo claro.  Si pongo un pie en el pasado y otro pie en el futuro, no me gusta lo que queda apuntando al presente, porque fácilmente lo podría arruinar y lo dejaría con un aroma fétido.  No sabía si escribir esto, el humor escatológico me expone. Me sentí ansioso antes de escribirlo y ahora me siento culpable porque lo escribí.  No es fácil sentirse un coprófago, aunque sea un eufemismo decirlo así para suavizar el concepto.

Al final de cuentas, todos los humanos somos como una carpa de teatro ambulante que va de pueblo en pueblo y que a nadie le importa.  Eso sí, la representación diaria sufre variaciones, dependiendo del público.  Debe ser porque es difícil llevarse con la gente; uno espera demasiado de los demás y da muy poco.  Pero, aun así, me entretiene cuando escucho platicar, me ayuda a ver cómo alguien está viviendo la vida.  Eso siempre me gusta porque es lo más cercano a cada uno, y donde realmente se puede ser original.

Tiene otras ventajas dejar que la gente hable.  Todos cuentan sus historias tristes y de terror, que pueden ser hasta un bálsamo, porque muchas veces hacen creer que la vida de uno no es tan terrible.  Todo resulta ser tan ambiguo, quiero decir abierto a interpretaciones; y sin duda, cada cosa tiene distinto significado para cada persona.  

Igual pasa con los demonios que habitan dentro de uno mismo y que periódicamente nos poseen.  De hecho, un demonio distinto emergiendo del mismo infierno, logra que fácilmente mostremos más de un rostro.

En este ánimo revisionista que a veces me aqueja, me siento como haciendo el primer nivel de un edificio que quiero que tenga pent-house.  Pero como nunca estoy a gusto con lo que hago, derribo ese primer nivel para hacerlo de nuevo y volverlo a derribar cuantas veces lo sienta necesario.  Entre la exageración, la culpa, la queja y la mucha necesidad de control, me debato en un perfeccionismo neurótico, con la soberbia engreída de querer ser como un dios infalible e insuperable.  Hay muchas cosas frente a las que no se trata de un asunto de voluntad, sino de humana impotencia.

La neurosis según lo he entendido, es un poco por algún trato injusto en la infancia; ya sea por más o por menos.  Simplemente no se le hizo justicia al desarrollo.  El neurótico sigue clamando por justicia como un niño, y no se atreve a ser justo por sí mismo; y prefiere solamente reclamar con su angustia caprichosa y una conducta berrinchuda.

A propósito de lo anterior, me refiero a eso de ser como un niño; parece claro que no he crecido tanto.  Me he hecho viejo y pronto voy a regresar a utilizar pañales, que espero que sean realmente impermeables, y con el asunto de mi próstata, que sean también hipermeables.

Discurriendo con tanta soltura, me siento un filosofastro, o mejor sería decir que un filósofo falso y de baja categoría.  Pero estuvo bien porque me hizo recordar mi juventud y a mi padre, que solía recitar unos versos de aquel poema de Manuel Acuña, titulado La Ramera.  El verso decía así: “Filósofo mentido…! ¡Apóstol miserable de una idea Que tu cerebro vil no ha comprendido!”.  El que sabe y sabe decirlo, sabe dos veces.

Y a propósito de mi juventud, puedo decir que extraño el ritmo que tenían las cosas en aquel entonces, con la ausencia de tanta tecnología, que lo ha vuelto todo tan rápido.  La lentitud debería ser algo que se oponga a lo que se impone y que solo entiende de demandas de inmediatez, desenfreno y simple productividad material y económica.  

Con lo anterior se me viene una imagen.  Cada vez que escucho que alguien está muy bien, lo que entiendo que me están diciendo, es que ha hecho dinero.  Nunca quiere decir que esa persona es feliz y que se lleva bien con los suyos.  Me gusta la idea de tener una mente libre de eso y que emocionalmente me haga sentir más cerca de mi espíritu que de la necesidad de ser aprobado por el mundo.  Entiendo que eso me saca de la jugada comercial.   Algún precio hay que pagar.

Es difícil ser realmente libre entre tanto determinismo, condicionamiento, pedagogía, malditas profecías, historia padecida, complejos inveterados, expectativas desmedidas, y problemas de autoestima por tanta observación, repetición, imitación, comparación y asociaciones transferenciales.  Eso me lleva a pensar que abrazar a la soledad no es tan sencillo, y menos cuando se está aprendiendo a vivir.  Que puede esperarse de un joven con un mal manejo de la frustración, inestabilidad emocional y consecuente fracaso social.

Si uno supiera cuando es joven la potencia que lleva en sí mismo, no le tendría miedo a envejecer.  Idealizar la juventud ha sido una trampa, y es fácil dentro de esa ideología, que conforme uno va creciendo, sienta que se rompe en mil pedazos; cuando en realidad se está construyendo para llegar íntegro a su muerte.

A propósito de lo anterior, creo que mejor voy a apelar a la imperturbabilidad de una tranquila indiferencia.  Ningún logro compensa el fracaso en las cosas que son realmente felices.

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