Juan Jacobo Muñoz Lemus

juanjacoboml@gmail.com

"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Viene a mi memoria una corta analogía que escuché hace tiempo, y que hoy me invita a relatar una historia.  

Trata de la existencia de una carretera donde había una curva tan pronunciada que, al pasar por ella, los automóviles fácilmente perdían el control y salían disparados por los aires, con el agravante de que la curva daba directamente a un precipicio.  Pero no terminaba allí porque, aunque además de que a los tripulantes de los autos les iba muy mal, en el fondo había una comunidad de habitantes. El caso era que llovían los autos con todo y las personas que contenían dentro y caían sobre los que vivían abajo.  

La gente de la comunidad estaba desesperada por aquella catástrofe, y como es lógico, buscó algo que hacer ante la implacable y pertinaz precipitación de autos fuera de control.  

La respuesta oficial por fin llegó. Como suele suceder en casos así, se formó una comisión de notables nombrados por las autoridades, y el mencionado comité empezó a deliberar sobre las posibles acciones a tomar para enfrentar la situación.

El comité de notables ya no importa si electos, designados a dedo o autoimpuestos; se reunió en una especie de mesa redonda al mejor estilo de los tiempos feudales, y tomó el control del caso sin escatimar poderes para imponer sus términos. Además, buscó que los mecanismos de control que se implementaran fueran espléndidamente distribuidos entre los suyos, que al mismo tiempo también, serían los beneficiarios de las decisiones.  Y para darle a todo un cariz democrático, se burocratizó el asunto para que pobladores de rangos menores y para nada beneficiarios, se encargaran como modernos Efialtes de los engorrosos detalles e incluso asumieran alguna responsabilidad, llevando y trayendo novedades.  Eran los gajes del feudalismo y su insoportable e inseparable servidumbre, siempre adosada y agradecida de haber sido incluida en el proyecto.

El proceso quedó bien calibrado y no había forma de que fallara.  Para empezar, eran solo unos pocos los que tenían monopolizadas las decisiones.  No había lugar para advenedizos y mucho menos para innovadores, ya fueran científicos o creativos, o toda esa gente incómoda que no deja de hablar del bien común y esas cosas románticas y cursis que solo detienen el progreso.  Como consecuencia de este acaparamiento del poder, había espacio de sobra para abusar de cualquier fuego a discreción, o como quien dice, al gusto del que manda y con excesiva arbitrariedad.  

Está claro que en un modelo así, no había como perderse. Sin importar como salieran las cosas, y sin atender el daño real que provocaba la situación, o el poco acierto de la selección de objetivos; la tranquilidad descansaba en el hecho de que nadie pediría cuentas en el corto plazo; y en el remoto caso de que hubiera que rendirlas, ya estaban los encargados de impartir justicia bien apalabrados para que nada prosperara, o se pudiera culpar a algún inocente o a algún siervo menor de rango prescindible.  Esas eran las entretelas institucionalizadas de comisiones, chapuces y gente dolosa.

De más está decir que así funcionaba la lógica de los miembros de la élite, que se creía con una sobrada razón, basada solo en las ganas que tenían.  Tampoco era algo nuevo, lo mismo era con todo; la alimentación, la salud, la educación, la seguridad, el arte o el deporte; todo era estructural y estaba cooptado.  Los que detentaban el poder lo tenían claro, y ninguno hacía nada para que eso cambiara.  Era más fácil sentarse, hablar y exigir como lo haría cualquier tóxico sabihondo.  Esos eran los gajes de la aristocracia y la cúpula oficial, que funcionaban como si tuvieran los créditos de una maestría que en este caso era apócrifa, y que se beneficiaban sin la necesidad de tener que realizar algún esfuerzo legítimo.  

Aquel era un mundo torcido y retorcido, donde fácilmente aparecían los perversos oportunistas, quintaesencia de la villanía que siempre llega del infierno, y que se planteaba como quinta columna entre los afectados, fingiendo solidaridad para socavar desde dentro.  Era fácil que la gente con poder pudiera manipular los hilos de un tercer mundo que más parecía provenir del inframundo. 

En algún punto y de manera paliativa o tal vez fantasiosa, la gente decente quería pensar que los directivos eran razonables y con valores, a pesar de que a lo largo de la historia habían visto a tantas personas incluso bien educadas, tener conductas antiéticas para atender intereses espurios.  La justicia de las decisiones, la beneficencia y el respeto por las personas, habían demostrado en muchas ocasiones no ser lo más importante. 

En ese escenario de engaños y autoengaños, todos presumían de una vida digna, pero que al final solo era digna de lástima, dentro de una comunidad que más que desarrollada parecía más bien arrollada por la iniquidad.  Nadie alcanzaba a estimar la magnitud de lo ruin y despreciable que se vuelve la gente cuando tiene poder.     

Pero volviendo al tema de la historia.  Después de sesudas consideraciones y la fingida valoración del bien común; los notables entregaron su dictamen.  Luego de muchas reuniones, encendidas discusiones e infinitas deliberaciones que incluían la revisión persistente de párrafos garabateados; propusieron su solución, con el blindaje de una adenda donde se declaraba que nadie tenía derecho a disentir.

El dictamen en esencia declaraba que en atención a la cantidad de vehículos que caían sobre el poblado, y las necesidades que esto provocaba; lo mejor sería que se construyera un hospital para todos los heridos que habría en lo futuro, y al mismo tiempo un cementerio por los inevitables y lamentables fallecimientos.  Sin duda dijeron los abajo firmantes, la decisión no solamente atendería el problema, sino que traería beneficios económicos y prosperidad a la comunidad.  Mucha gente vendría de fuera a atender a sus heridos y el turismo florecería.

La propuesta de alguien que sugirió que se corrigieran los defectos de la curva, y se colocara algún muro de contención para que los autos no volaran por los aires, fue desechada por improcedente además de simplista, y por ser un gasto innecesario y superfluo porque no traería beneficios a la población.  

Los autos siguieron lloviendo, pero todo parecía ahora tener sentido.  

¿Dónde habré escuchado yo por primera vez que la locura se pega?  No importa en dónde ni cuándo; la locura se pega. 

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