Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz

Me encanta la vida, siempre está llena de sorpresas, y aunque sé muy bien que todo termina siendo metafórico, quisiera imaginar que cuando muera voy a poder llevar conmigo todas las anécdotas de las que he sido testigo a lo largo de mi pequeña existencia.

No puedo ni siquiera pensar en qué sería de nosotros si no tuviéramos historias que contar, ¿de qué hablaríamos?, ¿qué nos provocaría una sonrisa o extraería una lágrima? Benditas sean nuestras historias y bendita sea la memoria.

Entre todos los pasajes de mi vida, hay uno que recordé hace poco por asociaciones que se fueron dando. Era por la tarde cuando caminaba por la quinta avenida de la zona uno de la ciudad capital, justo donde todavía se encuentra un parque y donde antes se asentó el segundo camposanto de la ciudad, el de las Misericordias. Esto fue hace unos cuarenta años, cuando yo era todavía un aspirante a la psiquiatría. Se trató de un hecho insólito, para nada increíble pero si muy peculiar al menos para mí pues como ya se sabe, no vemos las cosas como son sino como somos.

Caminaba fumando un cigarrillo, era la época en que lo hacíamos muchos y exhalábamos humo como chacuacos. Se fumaba en todas partes; aulas, cines, aviones y hasta hospitales. En el único lugar donde no se podía fumar era en las iglesias que ya tenían su propia producción de humo.

Precisamente dentro del humo de una de mis bocanadas tuve una visión que al final no fue tal. De frente a mí venía caminando una mujer madura totalmente ataviada. Traía puesto un vestido sencillo color marrón que le llegaba hasta unos pies cansados que calzaba con sandalias. Además tenía encima una prenda que le cubría la cabeza y el cuerpo más abajo de la cintura. La imagen me hizo recordar lecciones de religión y la referencia de un manto de protección y amparo. No pude pensar en otra cosa porque el remate de la indumentaria era que la santa señora traía sobre la cabeza un resplandor hecho de lata.

Desde niño había escuchado algo sobre advocaciones marianas en distintos tipos de alusiones místicas relativas a apariciones o atributos de la Virgen María y que veneradas de distintas maneras alcanzan a ser cientos, alrededor de trescientas, tal vez más.

Pero vuelvo a la historia. Cuando vi a aquella mujer arrojé el cigarrillo y fui directamente hacia ella inundado de curiosidad y entusiasmo. Cuando la tuve cerca le pregunté de manera atrevida, tal vez imprudente:
-Perdone señora, ¿Quién es usted?
-Soy la madre hijo, -me respondió-.
– ¿La madre de quién? -cuestioné tontamente-.
-De Él. -me lo dijo viendo hacia el cielo-.

No me pude resistir y le pregunté si estaría dispuesta a tomarse un café conmigo para que me platicara más de ella y afortunadamente aceptó. Entramos a una cafetería de pollo frito que había antes en el sector y que no cerraba nunca. Muchas veces había amanecido yo en ese sitio con amigos y mesas llenas de envases de cerveza que servían para llevar la cuenta de lo que se consumía. Dejo claro con esto que en aquella época fumaba, bebía y trasnochaba, como muchos jóvenes que quieren adormecer su consciencia a base de sensaciones. También yo tenía la fe puesta en algo.

La fervorosa señora todo el tiempo fue educada y muy paciente conmigo. Al principio dije algunas cosas al azar pero pronto suspendí el interés de interrogarla; dejé de hablar y la dejé hablar. Me contó en sus términos la historia de su hijo. Habló de la anunciación, un poco de la huida a Egipto y la masacre de los inocentes, y se entretuvo en la pasión, muerte y resurrección. Por momentos me sentía inquieto, su relato me hacía pensar que yo hubiera podido contarlo un poco mejor; ella tenía una cultura escasa y se aferraba a lo mínimo. Incluso detecté que confabulaba un poco porque al tocar de nuevo algún punto rellenaba las lagunas que se le presentaban con diferentes contenidos. Con eso y todo, de lo que estoy seguro es que no estaba mintiendo, creía en las cosas cuando las decía.

La señora no sabía leer, ella misma me lo dijo y me pidió que leyera unos recortes de periódico que traía consigo y en los que había notas periodísticas de su paso por algunos lugares. Así fue como entendí que era originaria de un país hermano y vecino en el Atlántico y que andaba en sus términos, predicando. Leí las notas en voz alta mientras ella ponía una atención propia de quien escucha el contenido por primera vez y lo hacía con deleite.

Me quedó claro que mi interlocutora tenía una idea básica de quien era ella y que era totalmente fantástica y que todas sus conclusiones restantes descansaban sobre ese error. Esto provocaba una lógica basada en premisas falsas que para ella eran coherentes y le provocaban una paz que se volcaba hacia adentro como en el éxtasis de una experiencia mística y la emoción del contacto con algún poder cósmico.
Cuando me despedí de ella quedé con una inquietud que hasta el día de hoy sigue viva dentro de mí. ¿Cuánto puede saber uno de las cosas del alma?

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