Juan Jacobo Muñoz
Estoy acostumbrado a interpretar al número cien como un equivalente de perfección, de punto máximo, de excelencia; la nota más alta que se le puede dar a algo. Se le trata como a un número redondo, festivo y pleno. Pensando en eso, evoqué una historia que tal vez venga al caso, y la quiero contar.
Tengo una mejor amiga, para mi gusto un cien. Ella es cuidadosa de su espíritu y también de su arreglo y atiende entre otras cosas su calzado. Le gustan los zapatos y disfruta darles brillo cuando lo requieren. Hace un tiempo, cuando compartíamos tareas laborales, se dirigía a uno de los pocos parques que tiene esta ciudad, buscando el auxilio de un limpiabotas, o lustrador como decimos en este país.
Uno de esos días, regresó con una historia. Me dijo que había encontrado a una persona que lustraba zapatos, lo que no tenía nada de especial, pero agregó que sorprendentemente se trataba de un hombre que tenía cien años. Evidentemente quedé sorprendido y me interesé en lo que me contaba. Un hombre que había vivido un siglo.
Ella me dijo que con curiosidad había entablado una conversación con aquel señor mayor, y que él le había contado superficialmente algo de su vida. En realidad, no era mucho. Le dijo que tenía apenas veinte años de estar trabajando en el brillo del calzado, que antes había tenido una vida distinta pero que los avatares de la vida y el destino coludidos habían hecho su trabajo, y él se había visto en la necesidad de ganarse la vida como lo hacía.
De lo que supe, el hombre no buscaba darle lástima y tampoco se esforzaba en ser carismático. Tampoco le contó una historia que mereciera ser contada. Solo era un hombre correcto que correspondía a la conversación con monosílabos y laconismo. Supe también que estaba solo, que vivía en algún cuarto de modesto alquiler y que le daban fiado el alimento en algún comedor. Trabajaba para pagar esas dos cosas básicamente, no le alcanzaba para tener más aspiraciones.
El tema se volvió difícil porque nos confrontaba con el hecho de que hay muchos seres humanos que crecen o viven con carencias que irremediablemente se tienen que tolerar, y que siempre angustian ante la posibilidad del ominoso destino de la miseria que para muchos se convierte en realidad en países como el nuestro.
No era difícil intuir que mi amiga ya no fuera con nadie más. Cada vez que iba al parque lo hacía con el pretexto de lustrar sus zapatos, pero realmente lo que hacía era ir a verse con su conocido y entablar con él una conversación. Alguna vez la seguí en secreto para conocer a la distancia al personaje, sin intervenir impertinentemente con algún protagonismo que no me correspondía.
Alguna gente escuchó la historia y emitió comentarios como que aquel hombre era un ejemplo para seguir, que era admirable la entrega y el valor que le daba al trabajo, incluso se celebró la virtud de la voluntad y se le comparó a su favor con la pasividad de gente más joven y desobligada. Nada extraño si se entiende la tendencia humana a la idealización.
Después de una de sus visitas al parque, mi amiga regresó con la noticia de que aquel hombre había sido atropellado por algún vehículo, con la consecuencia de una fractura en el brazo que le impedía seguir trabajando. Obviamente dejó de percibir los ingresos que necesitaba para pagar el cuarto donde vivía y la comida que debía.
Luego de cuatro semanas de no saber de él, uno de los colegas de aquel hombre centenario, que también trabajaba en el parque, contó que el anciano lustrador se había suicidado suspendiéndose por el cuello con un lazo. Ese fue el final de la historia.
Recordé todo esto, seguramente porque estamos en el mes de la prevención del suicidio. Hablo del acto de quitarse la vida de manera decisiva en algún momento de desesperación, y en un arranque de desapego con la propia existencia. Si la vida parece una burla y carece de un significado valedero, cualquier ser humano pensará en su muerte, es una idea humana que fácilmente ronda y que no se puede eliminar con frases optimistas y prefabricadas. Mucho menos con ideaciones triviales como que por algo pasan las cosas, que Dios sabe lo que hace o que se cierra una puerta, pero otra se abre.
La salud, la educación, la seguridad, la alimentación, la pertenencia social, el arte incluso; todo es estructural y tiende a estar hecho de lado. Un ser humano es el producto y la víctima de la desatención a todo esto. No basta con ser un moralista de presunta inteligencia para deliberar sobre un tema como el suicidio, principalmente si no se sabe cuál pudiera ser la intención o la necesidad oculta tras la decisión de morir.
Uno puede vivir cien años y, aun así, no encontrar sentido a su vida.