Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Cuando le preguntaron al violador, dijo que supo que la joven se le ofrecía por la ropa que llevaba y la forma en que caminaba.  Incluso agregó que la amabilidad de ella al devolverle el saludo le pareció un claro indicio de que se le insinuaba; y todavía se atrevió a agregar una frase en la que al parecer creía; “y como uno es hombre”.  Argucias semejantes utilizó el padre maltratador que terminó culpando a su hijo menor por las heridas que presentaba, atribuyéndole comportamientos improbables y señalándolo como un hijo difícil; e incluso hizo un panegírico sobre la disciplina y las virtudes de la obediencia, el respeto y el valor del castigo. No imagino como justifica un corrupto la exanguinación que hace de las arcas que tiene a su disposición.

Supongo que todos los seres violentos asumen en algún punto que no tendrán que rendir cuentas; protegidos por un marco de factores de poder como el género, el parentesco, la jerarquía, el dinero, el conocimiento, la extracción social, etc.  Sin duda, las cosas pasan porque pueden pasar, y es obvio que el abuso de poder es aprovecharse de esa posibilidad.

Parecen ser los riesgos de cualquier autoridad, ya sea asignada, asumida o arrebatada; y de la excesiva discrecionalidad que favorece que todo ser humano esté en la posición de hacer lo que le de la real gana; por lo que ya planteado como monarca hegemónico, no hay quien lo pare.  Creo que le pasa a todos los humanos; negros, blancos, amarillos, rojos, cobrizos y aceitunados. Todos igual de buenos e igual de malos, dependiendo del momento y la ocasión.

Lo curioso es que cuando cualquier perpetrador habla, ofrece un discurso contrario a lo que hace, como luz y sombra.  Algunos llevados a extremos hasta muestran remordimiento y algún arrepentimiento que se torna falso cuando lo vuelven a hacer; o voy a decir, cuando lo volvemos a hacer, tratándose de lo que se trate, por una insaciabilidad avasalladora.

Los humanos nos debatimos entre una impulsividad desenfrenada y una moralidad atormentadora, con serias dificultades para encontrar un justo medio. Todos somos iguales, ninguno se parece a otro y todo eso.  Somos tan genéricos en la pertenencia a la misma especie, y tan complejos en la construcción individual, que es difícil pretender que un solo camino trazado sea el que todos debemos recorrer y que haya una forma única de encarar las cosas.  No somos máquinas sino seres de conciencia, pero que poco nos atenemos a ella, y que fácil podemos ceder a bajos instintos.

Y aunque no todos cometamos crímenes, queda el dato de que cuesta no sentirse la divina garza, y querer que todo sea dado a placer.  Queremos que las cosas nos den gusto, sin entender las circunstancias, la relatividad y las diferencias, incluso los contratiempos, y entender que el mundo no está ahí para que uno solo se sirva.  Todo es parte de un narcisismo irredento que no se sabe diluir.  Solo cuando uno se atreve a ir contra sí mismo, es cuando de verdad está yendo en su beneficio; pero es difícil estar persiguiéndose la cola.

Dice la constitución que ante la ley no se puede alegar ignorancia, y que su desconocimiento no exime de su cumplimiento.  Pero llega un punto en el que es ante la vida que no se pueden alegar cosas así.  Es como si nos preparáramos para un examen, y ella lo pasara.  La mala nota puede no ser con uno mismo sino con los cercanos. Algunos le llaman karma, otros solamente hablan de causa y efecto.

A pesar de la búsqueda de gratificaciones inmediatas, en el fondo posponemos la felicidad.  Recuerdo a un hombre que me invitó a la bendición de su nueva casa.  El día del evento lo felicité efusivamente, pero me dijo que no era para tanto, que la casa de sus sueños era otra y dedicado a describir la inexistente, olvidó festejar a aquella donde estábamos parados. Y hubo otro que me confesó que cuando tenía intimidad con su pareja, lo que pensaba era en lo espectacular que sería la próxima vez, concentrándose así en su atención a sí mismo y desatendiendo el vínculo amoroso. Con ellos aprendí como tendemos a poner la felicidad en el futuro.

Nada parece suficiente en el presente, pero es que somos así, grandiosos.  Ser humildes sería aceptar la realidad y sus límites, pero no nos atrevemos a lo poco, lo pequeño y lo invisible.  Las expectativas son muy grandes y preferimos no agotarlas en el presente para no sufrir una desilusión. Demasiada idealización de un ideal que solo existe en la idea.

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