Juan José Narciso Chúa

juannarciso55@yahoo.com

Guatemalteco. Estudió en el Instituto Nacional Central para Varones, se graduó en la Escuela de Comercio. Obtuvo su licenciatura en la USAC, en la Facultad de Ciencias Económicas, luego obtuvo su Maestría en Administración Pública INAP-USAC y estudió Economía en la University of New Mexico, EEUU. Ha sido consultor para organismos internacionales como el PNUD, BID, Banco Mundial, IICA, The Nature Conservancy. Colaboró en la fundación de FLACSO Guatemala. Ha prestado servicio público como asesor en el Ministerio de Finanzas Públicas, Secretario Ejecutivo de CONAP, Ministro Consejero en la Embajada de Guatemala en México y Viceministro de Energía. Investigador en la DIGI-USAC, la PDH y el IDIES en la URL. Tiene publicaciones para FLACSO, la CIDH, IPNUSAC y CLACSO. Es columnista de opinión y escritor en la sección cultural del Diario La Hora desde 2010

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El tiempo corre inexorablemente, todos reconocemos “aquellos tiempos”, que no son más que épocas o períodos de tiempo de los cuales tenemos gratos recuerdos, que cuando se mencionan inmediatamente se enciende el “playback” de la memoria y empezamos a retrotraer sucesos, personas, lugares, recuerdos memorables, son esos gratos e imperecederos momentos, esas imperdibles  anécdotas, esos hechos inolvidables que cuando se inicia el hilo de despertarlos y traerlos al presente nos llena de nostalgia y alegría al rememorarlos.

Ayer me enteré del fallecimiento repentino de un viejo y querido amigo Rubén Carías, hermano de otro de mis hermanos en la vida –Romeo Carías–, pero cuando me avisaron justamente ese chispazo de la memoria se encendió y ya no se detuvo durante toda la mañana.  Recordar es un placer indiscutible, las llaves del pasado se abren con la nostalgia, se atizan con el recuerdo y se forjan con el alma.

Rubén, era una persona muy sencilla, desde que nos conocimos allá por el año 1969, siempre vi en el él a un campirano incorregible, era el que siempre nos decía que el añoraba Guastatoya, que él quería vivir ahí y así fue. Contra la opinión de todos sus hermanos, se trasladó allá a El Progreso, a su querida Guastatoya, se asentó allá e hizo vida. Una vida sencilla, eso sí, apacible, ahí formó a su familia y construyó su hogar.

Cuando pienso en Rubén me recuerdo muy bien cuando nos conocimos, allá en San Rafael, fue en enero del año 1969 cuando nos pasamos con mis papás y justo a la vecindad vivían don Hugo y doña Adrianita con sus cuatro hijos: Hilda, Mary, Rubén y Romeo, la relación se hizo armoniosa –incluidos a mis papás, mi hermana Silvia y mi hermano Luis–  en aquél entonces todavía niños, nos encantaba jugar “paritos” de fútbol. Para aquellos años, con los Carías vivía un primo de ellos Luis, le decíamos Luis Mojica (+), por un jugador de las cremas y nos disfrutábamos horas durante las vacaciones, justamente a la vuelta de la casa de los Carías, pues había un espacio en el cual nos pasábamos horas jugando pares, con una pelota de plástica, ya pinchada por el uso de color verde y blanco.

Nos hicimos jóvenes ahí en San Rafael, los hermanos varones de los Carías estudiaban en la Cayetano Francos y Monroy, allá en la 15 calle y 11 avenida de la zona 1, para luego juntarnos en el Instituto Nacional Central para Varones –el glorioso centro de excelencia académica–, pero al final Rubén, Romeo y yo, nos graduamos de la Escuela de Comercio.

También compartimos el hecho de ingresar a los boy scouts, al inolvidable grupo 10 Cristo Rey,  en el cual tuvimos inolvidables vivencias, Rubén se hizo guía de la patrulla Halcones y yo de la Lobos, unos años inolvidables. Todo eso ahora discurre en mi memoria con una claridad impresionante, así como escurren mis lágrimas por el Hombre Lobo.

No se me olvida que Rubén trabajaba en la Cervecería y de ahí se venía caminando a tomar la camioneta para San Rafael y eso lo hacía todos los días

El Hombre Lobo fue su apodo en San Rafael, el mismo surgió por el hecho que cuando se dejaba crecer la barba, la misma le crecía rápido y exageradamente tupida, con lo cual a alguien se le ocurrió bautizarlo con ese apodo que se quedó para siempre en su vida.

Lo dejé de ver muchos años. Pero un día por cuestiones de trabajo tuve que viajar al oriente del país y cuando venía de vuelta, vi el rótulo de El Progreso, me tocó el recuerdo de Rubén y junto con Mónica nos metimos a Guastatoya, preguntando y preguntando, pude localizarlo, allá le decían Don Hugo (se llamaba Hugo Rubén) y cuando nos vimos, nos dimos un enorme abrazo y Rubén empezó a llorar, como yo ahora que escribo esta nota.

Hoy le otorgo una gran dimensión a esa visita, no sabía que sería la última vez que lo vería y ahí conocí a su esposa y a su hijo.  El Hombre Lobo hoy dio un paso hacia el infinito, pero seguramente contento que su trayecto estuvo lleno de alegrías y satisfacciones, así como de lucha constante.

Mi más sentido pésame a su esposa y a su hijo, al igual que a Hilda y Romeo. Descansá en paz querido amigo, hasta siempre inolvidable Hombre Lobo.

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