Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Edmundo Enrique Vásquez Paz

 

Ante el descalabro que estamos vivenciando (2023), bien valdría la pena plantearse una reflexión profunda relacionada con el funcionamiento práctico de lo que en nuestro país llamamos “democracia”. Una reflexión que, como tal, no incluye la serie de discursos y de escritos reclamando, denunciando y proponiendo soluciones producto del ingenio, la sabiduría y toda la buena intención que uno se pueda imaginar y que, en la actualidad, se manifiestan en todos los medios de comunicación e intercambio que han ido surgiendo. Me refiero a una reflexión seria que se debería realizar al margen de cualquier coyuntura y de manera permanente.

Pienso en el menester de articular una forma de discutir seriamente sobre la cosa (el concepto de “democracia” para la actualidad) y saber ir construyendo una solución que refleje las auténticas necesidades nacionales. Necesidades que no me atrevo a aventurar porque, más allá de lo que yo, sanamente, concibo razonables, bien podría ser que terminaran siendo ajenas a lo que, en realidad, pretende esta molotera de ciudadanos buscando una felicidad social que bien estaría yo desconociendo…

No obstante estas “inquietudes que inquietan” y que se ubican en la brecha conceptual relacionada con la concepción de lo que debería ser la potestad del soberano y su forma de participar en el diseño de su futuro, me atrevo a seguir proponiendo y argumentando según el patrón y las directrices teóricas predominantes. No sin dejar de articularme en consideración de algunas de las concepciones que actualmente son de la preocupación de las actuales generaciones. Principalmente, el caso del cambio climático y su relación crítica con el modelo de desarrollo prevaleciente.

El concepto de “democracia”, a gracia de utilizarlo a diestra y siniestra -no solo en Guatemala- para, finalmente, justificar arbitrariedades y hasta guerras, se ha tornado en un cajón vacío, desgastado, algo así como lo que ha ocurrido con el concepto de “libertad”.

Ya en 1993 (15 años después de haber sido promulgada la actual constitución española, 1978), Manuel Jiménez de Parga (La ilusión política, 1993) hacía importantes aportes a una revisión de la manera de entender la práctica de la democracia en su país, España.

Partiendo del nada novedoso planteamiento de que “las constituciones y sus leyes complementarias no bastan para que los pueblos regidos por ellas marchen por la vía democrática” y que “si falta el talante democrático, sea en los gobernantes, sea en los gobernados, o en los dos sectores al mismo tiempo, el proyecto constitucional fracasará”, Jiménez de Parga señala que “sin partidos; sin sindicatos y asociaciones empresariales; sin asociaciones culturales, vecinales, recreativas, deportivas, no hay democracia”. Algo que, por trivial, no es atendido desde el mismo texto constitucional obligando a los gobiernos a actuar al respecto.

Jiménez de Parga presenta varias recomendaciones sobre deficiencias de relevancia que, a su juicio, es necesario resolver en términos generales y que bien aplican en Guatemala: I, garantizar el funcionamiento del régimen parlamentario (considerando que lo que ha funcionado en la práctica es un “presidencialismo encubierto”); II, corregir la manera en que se lleva a cabo la representación política (“el ciudadano está huérfano de diputados propios”); y III, resolver el fenómeno de que ”la realidad política actual está formalizada por los medios de comunicación, omnipotentes a radice, que han cambiado profundamente la relación entre gobernantes y gobernados”.

Entre otros, también habría que meditar sobre la necesidad de establecer que, desde el gobierno, se promueva una “educación para la democracia” (entendiéndola como un derecho que se debe proteger y una práctica que se debe propiciar).

Merece atención revisar el sentido que tiene la prohibición de la “campaña anticipada” (contenida en la Ley Electoral y de Partidos Políticos, Art. 223 n), que actúa como mordaza para los agentes que deberían poder esgrimir argumentos políticos en cualquier tiempo; y la negativa a aceptar que las campañas políticas se realicen utilizando todos los partidos igual cantidad de espacios y de medios -prescritos por el Tribunal Supremo Electoral-. Esto último permitiría que las contiendas se realizaran alrededor de ideas y no de la capacidad de pintarrajear el país y embobar con cantaletas. En ambos casos, sería muy importante conocer las razones que se puedan esgrimir a favor o en contra de cada una de esas propuestas.

Si de lo que se trata es de apuntalar el sistema democrático, el principal asunto a atender y a corregir es que los diputados y otras autoridades electas representen de manera fidedigna los intereses de las agrupaciones políticas que los postulan -sin traicionarlas-; algo que sólo se puede resolver con una formación ciudadana que garantice que todas las agrupaciones políticas existentes en el país sean legítimas y sanas -conformadas por ciudadanos conscientes y activos- y con capacidad de exigir. No se debe olvidar que “el Derecho es de quién lo reclama” y que un Estado de derecho funcional obliga a que el ciudadano se comporte activamente de esta manera.

En Guatemala, nos encontramos actualmente ante el desafío de incidir de alguna forma en dejarnos de avasallar. Carecemos de partidos políticos en los que participamos y que nos representen como grupos con intereses y como grupos con claras formas de ver y entender las soluciones que nos merecemos y, esto, es una gran desventaja. Pero, por lo menos, disponemos de un último cartucho: saber accionar, individualmente (cada ciudadano es un voto) votando como producto de un “razonamiento razonable”.

Si se trata de incidir en garantizar el funcionamiento del régimen parlamentario evitando el “presidencialismo encubierto”, probablemente la solución sea, o votando para dotar al futuro presidente de un fuerte sustento en el organismo legislativo (lo que, se ha llamado “la aplanadora” -que, por lo menos, se puede argumentar que es de origen democrático- o permitiendo que se pueda instaurar el mercado de voluntades por la compra de votos de otros partidos que puede activar el Organismo Ejecutivo -como ha sido el caso en los últimos tiempos-.

En próximas entregas, me referiré a los otros dos aspectos planteados por Manuel Jiménez de Parga y que tienen que ver con la práctica política en nuestro país, a saber: a) la necesidad de corregir la manera en que se lleva a cabo la representación política (“el ciudadano está huérfano de diputados propios”); y la necesidad de resolver el fenómeno de que ”la realidad política actual está formalizada por los medios de comunicación, omnipotentes a radice, que han cambiado profundamente la relación entre gobernantes y gobernados”.

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