Edmundo Enrique Vásquez Paz

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En noviembre del 2020, publiqué ya un artículo sobre este tema. Es una cuestión recurrente que no pierde actualidad.

La instauración de un régimen democrático no es asunto que se resuelve por decreto. La democracia es una forma de vida. Una forma de vida que se debe cultivar porque requiere del cuidado de muchas condiciones por parte de la ciudadanía. Una de ellas, de suma importancia, es la de la capacidad de sentir y de saber transmitir lo sentido. Capacidad de ser genuino. En todos los niveles. Tanto en el nivel de las personas en lo individual como en el de los grupos organizados. Es una cuestión que requiere de gran capacidad de cada uno (persona u organización) para ser sincero consigo mismo, así como de cultura o tradición para saber comunicar; saber compartir ideas y construir posiciones de grupo.

Las democracias nacionales se construyen a partir de la sana confrontación entre sentires grupales. No entre sentires y necesidades personales o particulares -¡algo que está bien pero cuando se trata de votar por la carroza más vistosa o algo por el estilo!-. Es por ello, la importancia de que los grupos, además de ser legítimos, sean auténticos y se sepan expresar.

Si en nuestro país no llegamos a establecer una institucionalidad general que sea sana -constituida por organizaciones amplias que sean realmente representativas de las necesidades y los intereses de sus integrantes- será muy difícil la construcción de una Democracia.

Un sistema democrático solamente es imaginable si existen mecanismos que permitan conocer el sentir, las auténticas necesidades y las ideas de los diferentes grupos de interés. Y, también, si existen los foros adecuados para confrontar las diferentes perspectivas y poder buscar de manera conjunta, sin recurrir al choque, soluciones de compromiso que sean apropiadas y legítimas. Si esos grupos no existen o son falsos, jamás se podrá llegar a pactar nada en absoluto. Pactar, ¿qué?, ¿entre quiénes? ¿Pactos en el vacío…?

En Guatemala, por diversas razones, no contamos con organizaciones que, como conjunto, reflejen de manera legítima las necesidades, las percepciones y las ideas de los principales grupos de interés que conformamos este Estado. Es una tarea pendiente que le corresponde asumir a la ciudadanía en general y que abarca desde las organizaciones más pequeñas y concretas en sus propósitos (por ejemplo, a nivel comunal o de barrio), hasta los partidos políticos, con su pretensión de plantear “lo nacional”.

Si las organizaciones existentes no sirven para manifestar los auténticos intereses de los grupos que las integran, es legítimo preguntarse: ¿para qué sirven?
Como un ejercicio para acercarnos, cada uno de nosotros, a lo que intento expresar, podemos formularnos cuestiones tan sencillas -y concretas- como las siguientes:

¿Representa el colegio profesional al que pertenezco, los verdaderos intereses de mi gremio como tal?

¿Representa el sindicato de mi oficio o de la empresa en que trabajo, los intereses que nos son comunes a todos los que profesamos ese oficio o a todos los que trabajamos en esa empresa?

Un aspecto importante que es necesario atender, es el de velar porque ninguna entidad o asociación actúe arrogándose la representación de grupos que no representan. Se trata de un fenómeno singular porque no solamente se puede encontrar en grupos que, deliberadamente, tratan de confundir si no que, también, en asociaciones a quienes es el público o la población quien les atribuye representaciones ficticias o equivocadas (muchas veces, derivado esto del tratamiento que, intencionadamente o no, se les atribuye en los medios de comunicación).

Cuando la falsa atribución de representatividad se realiza de manera intencional, se trata de un acto que, si no está penado por la ley, debería entenderse como francamente fraudulento y de mala fe, pues esas asociaciones, al sugerir o erguirse como representantes de intereses y visiones que realmente no representan, están distorsionando la realidad; están creando una percepción equivocada de las fuerzas e intereses que realmente deberían estar explorando el encuentro de equilibrios y soluciones a los auténticos problemas del país. Deforman el escenario en el cual esas fuerzas y esos intereses deberían estar actuando.

Con el ánimo de alimentar el interés de los lectores sobre este último aspecto, me atrevo a referir dos singulares casos. El uno es el del Sindicato de los Trabajadores de la Educación de Guatemala, STEG, que se atribuye a sí mismo la legítima representación de todos los trabajadores de la educación de Guatemala y, en consecuencia, actúa con argumentos y pretensiones que muchas veces extrañan (no solo por la manera de plantearlos) … El otro, es el caso del CACIF, entidad que se entiende a sí misma (según sus Estatutos) como representativa del empresariado organizado del país, pero al que se le conoce en los medios -y así se ha llegado a entender por el gran público- como representativa del empresariado del país (cuestiones que son muy distintas) y actúa, en consecuencia con esa etiqueta, asumiendo posiciones que difícilmente se pueden entender como del interés de la enorme cantidad y diversidad de todas las fuerzas que representan la energía y el potencial empresarial de nuestro país.

En ambos casos y para orientar a aquellos a quienes estas notas les inspiren a investigar un poco, sería conveniente llegar a determinar algunos extremos: ¿alberga, cada una de esas organizaciones, a todos los que, según su nombre o la etiqueta que ostentan, debería cobijar?, ¿existe evidencia formal (actas de sus asambleas generales o, eventualmente, de sus juntas directivas) de la legitimidad (que no “legalidad” -¡lo que se da por supuesto!-) de las posiciones que representan o han representado históricamente ante terceros?, ¿qué otras entidades merecerían ser analizadas bajo estos criterios? (La invitación a investigar es para sumar evidencias y, así, evitar que alguien diga que todo lo anterior son meras especulaciones o ideas tendenciosas).
¿No creen, aquellos que me leen, que buenos problemas nos podríamos ahorrar como sociedad si, como ciudadanos, supiéramos organizarnos de manera más ordenada y hacer el esfuerzo por distinguir de manera clara qué necesidades y qué propósitos nos unen (y nos separan) y constituirnos así en grupos (todos los amplios grupos que sean necesarios; en consideración de nuestra pluralidad)?

Lo anterior daría pie a la institucionalización de un permanente diálogo sobre nuestras reales necesidades como país. Permitiría que afloren los intereses que deberíamos tener como nación. Y nos ahorrarían esas “carreritas” de última hora buscando puntos en común entre esas organizaciones que se llaman partidos políticos, que dicen representar los auténticos intereses del país y les gustaría pactar “alianzas” (¿?).

El caso de los partidos políticos es de especial importancia cuando el gran tema es la democracia nacional. Pienso que debería ser de interés para los entendidos en la materia, llegar a determinar con alguna exactitud a qué grupos de interés representan los diferentes partidos políticos que existen en la actualidad. Sería una manera beneficiosa de utilizar el instrumento de las encuestas (no para manipular si no que para explorar sanamente) para medir, por ejemplo, el grado de conocimiento real (no tipo “lorito”) que tienen los seguidores o miembros ya empadronados de los partidos políticos, sobre los contenidos doctrinarios de sus organizaciones.

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