«Todo lo que puede ser expresado en absoluto puede ser expresado claramente, y sobre aquello que no puede ser expresado debemos guardar silencio».
Ludwig Wittgenstein
Cuenta la leyenda, esa que nunca sabremos con certeza su veracidad, que al buen Heráclito le apodaban «El oscuro» y que a él, lejos de molestarle el sobrenombre, le fascinaba, convencido de que al fin y al cabo la filosofía no era para todos. Pero, además, persuadido de la imposibilidad discursiva frente a la realidad, siempre compleja y llena de misterios.
La comprensibilidad no ha sido una de las virtudes de la filosofía. Todo lo contrario, la tradición ha solido ser críptica aún y cuando muchos hayan practicado la enseñanza profesional, como Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Hegel y Heidegger, entre otros. Algunos ejercieron incluso el periodismo, Marx y Gramsci, por ejemplo, y aun así sobran piedras por masticar.
Más allá de los filósofos, sin embargo, hay mucha oscuridad discursiva en el mundo y los heracliteanos llenan las calles. Cantinflear sería lo menos. La verdad es que hacemos de la comunicación un ejercicio de circunloquios donde la interpretación del mensaje requiere esfuerzo. Como si nuestra competencia fuera el enredo o simplemente las palabras ocultaran una verdad profunda. Lo más probable es que simplemente el enigma sea lo nuestro.
Oscuros por no ser directos, por vergüenza. Arrevesados por falta de práctica, quien sabe si por cultura. Da igual. La vida podría simplificarse si fuéramos menos intrincados. Casi como prueba de amor: «Te hablaré claro porque te amo. Evitaré ponerte a trabajar para que deduzcas. Qué caso tiene tantos rodeos». En cambio vamos expresando el cariño veladamente, con migajas en el camino, dosificando nuestras palabras como un niño que teme perder el rumbo.
Es curioso que Heráclito sea recordado no solo como «el oscuro», sino también como el «filósofo llorón». La teoría, recogida por Diógenes Laercio, del testimonio de Teofrasto, fue que Heráclito no completó algunas de sus obras por su melancolía. «Entre los sabios, en lugar de ira, Heráclito fue superado por las lágrimas, Demócrito por la risa», expresó en uno de sus textos Juvenal.
Puede que estemos frente a un ejemplo donde la melancolía sea el efecto de una percepción trágica de la existencia. La idea de que el mundo en constante cambio, el dolor de la impermanencia y la incomprensión de la realidad sean el fundamento de un discurso confuso. Puede ser el caso del filósofo griego. La nuestra, reconozcámoslo, es otra historia.