Entre las tantas crisis que la humanidad debe afrontar hay una que nos expone al descrédito de nuestro valor, me refiero al consumismo que nos hace lucir como objetos de cambio. El mercado en que hemos transformado los espacios públicos ha contribuido a que juzguemos el mundo como mercancía, reduciéndonos a la cuantía de un precio.
Es verdad que la praxis no es nueva porque el deseo de sometimiento ha sido la constante en el desarrollo histórico de las culturas. Un «cosí fan tutti» incapaz de ser digerido por las religiones y, menos aún, por los filósofos casi siempre al servicio del poder y, por ello, ciegos cuando se trata de criticar lo que va mal en la sociedad.
Evidentemente con sus excepciones, como fue el caso de Kant que, influenciado quizá por el pietismo y una sensibilidad poco común, defendió el valor de la dignidad humana. El ilustrado parecía así fundamentar desde lo secular las ideas religiosas de antaño para cimentar un discurso más de corte racional. Pura ficción, por supuesto.
La realidad es que esas ideas no calaron suficientemente y la voluntad de mercado triunfó sobre lo juzgado como metafísico. Eso explica la cultura actual habituada al universo de los precios. “Vales, según el rango asignado en el mercado”. Desde ese modelo, aderezado también de individualismo liberal, se asienta nuestro “Zeitgeist”. Todo un drama si se lo piensa.
Trágica la situación por el reduccionismo que contiene. La incapacidad de una antropología rasa sometida a los estímulos. El sentimiento de “ser” únicamente cuando se compra, siempre sujetos a la aprobación de los otros de quienes viene nuestro reconocimiento. Un mundo gobernado por el tener.
De ese modo, no solo nosotros experimentamos la alienación que nos sustrae, sino también lo que nos rodea. Con ello cedemos al mercado facultades sacerdotales, pues son quienes consagran y bendicen lo que tocan: la literatura, el cine, la música, la cocina el arte en general. Y mire dónde estamos.
En una condición así, sosa y vulgar, no cabe la estética. ¡Es el mercado! Su lógica es el de las utilidades, no la belleza, el valor de la filosofía ni la afirmación de un poema. Castrados, la cultura ha perdido lo apolíneo y se ha abandonado a una «dionisíaca» del que hasta el propio Epicuro se habría sentido excluido. Superar esta circunstancia es un proyecto indispensable para los próximos años.