Eduardo Blandón
Los corruptos son un problema no solo por la criminalidad que practican y los efectos derivados de sus acciones, ya de por sí injustificables, sino por su apetito insatisfecho. Me refiero a que si fueran actos aislados, puntuales, manchas esparcidas en un lienzo discretamente sucio, sería irrelevante, sin embargo el vicio de nuestros políticos es su falta de cansancio.
Son una especie de artilugios (porque no les cabe ni siquiera lo de “animales políticos”) movidos por una pila extrañamente inagotable. Cuando se activan para delinquir, que estimo ocurre desde temprana edad, ya no paran quizá hasta su deceso. Son auténticos mecanismos para el robo, la maledicencia y la mentira.
No por increíble que le parezca es una exageración. El caso, por ejemplo, de Pérez Molina y Baldetti Elías constituye la prueba que lo confirma. Ni bien salen de prisión a declarar frente al juez, lejos de visos de una advenediza rectitud moral producida por la experiencia carcelaria, continúan orondos con su impostura, atacan, muerden, denuestan, humillan. Su cobre reluce con esa estética que los muestra vergonzosos incluso al rudo.
Son lupinos, pero de la más baja estirpe dentro de esa familia que no se resiste a la extinción. Como Jimmy Morales y la Fiscal General, como el Presidente y las muchas alimañas del Congreso, las municipalidades y los ministerios del Estado. Casi todos pertenecen a esa taxonomía repugnante de subespecies humanas, despreciables por la inclinación irrefrenable hacia lo frívolo.
Porque hay que consignar la contemporaneidad de atributos: la proporción entre vicio moral y vulgaridad. Paradójicamente hay una armonía por la que lucen tan malos como vulgares, aún más, de fealdad supina. Una característica aditiva que marca el rostro de la anomalía devenido en monstruo.
Así son muchos de nuestros políticos, esperpentos infatigables en materia de corrupción. Espectros desfigurados llamados al espanto. Por ello, la familia, la escuela y las iglesias, entre tantas otras instituciones, deberían cultivar en la ciudadanía una sana distancia que haga molesta la proximidad y hasta el contacto físico con esa experiencia fantasmal.
Quizá la lucha cívica contra los corruptos empiece por aquí, en la identificación de los que malversan y trafican en bandas criminales. En ser catadores de ladrones y expertos en diagnóstico de estafas. No hay que ir a la universidad, están en las organizaciones gremiales, en sindicatos y pululan muy frescos esparciendo su podredumbre en las oficinas de gobierno. ¿Ya los conoce? Conviene entonces desactivarlos y dejarlos inoperables.