Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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No andamos bien en materia de salud mental. Lo repiten los expertos y lo verificamos cotidianamente según nuestra propia experiencia. Ya no solo se trata, sin embargo, de experimentarlo en otros cuyas conductas nos asombran y tienen propiedades enigmáticas, sino en nosotros mismos que tampoco sabemos interpretar lo que nos toca.

Desafortunadamente ese desequilibro manifiesto, los arranques conductuales desproporcionados, se generan en virtud de un contexto malsano que estimula el descontrol que expresamos. Así, la mesura y la contención, el dominio personal, se convierten en utopías irrealizables por fuerzas que nos subyugan sin que podamos limitarlas.

Ello exige, como no puede ser menos, una educación sólida en el manejo de las emociones. Proceso que pasa por momentos reflexivos en la escuela, pero sobre todo por experiencias que fortalezcan el carácter. Una estrategia que descubra el valor del autodominio y la soberanía de los sujetos, para seguidamente reflexionar en casos que hagan emerger la conducta deseada.

No es fácil (casi nada en la educación del carácter lo es), pero los educadores deben favorecer el cultivo de las actitudes. Ya no solo mediante técnicas innovadoras, sagaces e inteligentes, sino por el testimonio personal ofrecido a los estudiantes. Y aquí la responsabilidad es mayúscula porque implica el esfuerzo docente por ser modelos de vida. Una ejemplaridad producto del heroísmo de un carácter logrado a base de lucha continua.

No se trata de ser perfectos como educadores, pero sí el testimonio de una humanidad esforzada. Y lo humano pasa por la frustración y las caídas, pero también por la redención de quien en su fortaleza se levanta, experimenta la autocompasión y sigue adelante. No hace las paces con sus perversiones, las tendencias torcidas o los propios yerros, sino que los enfrenta para superarlos en su dialéctica cotidiana.

Que vamos perdiendo la batalla es más que evidente. Los íconos del espectáculo con sus frivolidades, pero más aún con ese comportamiento desquiciado, esquizoide y narcisista, son la mejor prueba del mal que nos aqueja. Y no lo son menos nuestros políticos, engreídos, soberbios y llenos de disimulo con su vida falsificada. Expuestos como están, sin que prive en ellos el rubor, son la mejor prueba de la enfermedad a la que estamos expuestos.

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