Eduardo Blandón
Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer.
Francis Bacon
He sentido admiración por mis mayores casi desde toda la vida. Es un fervor natural que sin esfuerzo me lleva a considerarlos en un estado eminente aunque a veces no sea necesariamente así. Doy por descontado, quizá sin apenas pensarlo, que la experiencia de los años los pone en un estrado del que yo no participo.
Guardo en mi memoria, por ejemplo, la llegada a mi colegio de un intelectual anciano (de repente tenía 60 años, pero yo estaba en tercer grado y tenía ocho años), cuyo nombre era Eloy Canales. En mi pueblo era celebérrimo, así nos lo presentaron y así lucía -ya sabe, el cliché de siempre-: enjuto, encorvado y de finos modales. El clásico porte de un Diógenes apenas más sofisticado.
Todavía recuerdo al viejo apasionado. El erudito que tocó mi espíritu en una visita de treinta minutos. ¿Cómo es posible? Un misterio. Quizá por disposición natural o hasta el prurito irracional de quien concede virtudes donde no las hay. Claro, siempre parto de la fe gratuita que me hace suponer madurez en el juicio de mis mayores.
La veneración ha tenido sus réditos o al menos eso creo. Primero por el amor suscitado por la conducta, luego, por su efecto mimético. Evidentemente no me refiero a la asunción de actitudes vetustas, sino al derivado producido por la vivencia de experiencias, la clarividencia de los años y la sabiduría destilada por el tiempo.
Una cultura demuestra su exquisitez cuando respeta a sus mayores y, su barbarie, cuando los desprecia. Esta atrofia quizá provenga tanto de una enfermedad congénita del espíritu, una falla orgánica que entorpece el sentimiento, como del hábito adquirido, según la fragilidad de una naturaleza perversa. El resultado siempre es el mismo, la vulgaridad del que opera desde la estupidez.
Amar a nuestros mayores, ya no digo solo respetarlos, pasa por el reconocimiento de lo que son, una especie de soldados en retiro todavía en guardia. El testimonio de la lucha constante, el carácter del que no se doblega, el asceta que lucha apenas con esperanza. Cierto es que hay de todo tipo y es un atrevimiento romantizarlos, pero veo una constante que es la que nos debe llevar a la veneración referida.
Hace muchos años recibí un premio inmerecido, para algunos expresión de mi infortunio, al ser enviado a una residencia de “retirados” de la vida religiosa. Viví dos años de fantasía compartiendo mis días con esos hombres de antaño que me compartían su vida de emociones. Lo mío, un jovenzuelo de 25 años era escucharlos, animarlos y consentirlos desde mi función de administrador de la casa. Algo habrá tenido de hermosa esa temporada que aún recuerdo nostálgico a los que ahora ya no están. Eran viejos maravillosos.