Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Ojos claros, serenos,

si de un dulce mirar sois alabados,

¿por qué, si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos,

más bellos parecéis a aquel que os mira,

no me miréis con ira,

porque no parezcáis menos hermosos.

¡Ay tormentos rabiosos!

Ojos claros, serenos,

ya que así me miráis, miradme al menos.

Gutierre de Cetina

Cuentan que San Juan María Vianney, “el Santo Cura de Ars”, al ver curioso a un campesino rezar por horas frente al Sagrario le preguntó qué hacía tanto tiempo de rodillas.  Éste le contestó: “Yo lo miro y él me mira… eso es todo”.  La anécdota, perteneciente a la hagiografía religiosa, guarda una verdad portentosa: el poder de la mirada.

La Biblia está llena de escenas en donde la mirada ocupa un lugar central para destacar el significado de los relatos. Refirámonos, por ejemplo, al momento en el que el evangelista narra la conversación de Jesús con el joven rico y el detalle de su afecto expresado en la declaración: “Entonces Jesús, mirándole, le amó”.

El galileo ve mucho, a veces con amor, otras con ternura y hasta con ira (recordemos cómo vio a la higuera y la maldijo). En ocasiones mira sin que nos demos cuenta: “Antes de que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto”. Su mirada incluye ocasionalmente a muchos, como cuando el escritor sagrado atestigua: “Y viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor”.

La avidez de la mirada no se desarrolla progresivamente, aparece en la propia génesis de nuestra vida. Ver es el acto con el que exploramos el mundo, interpretado según los límites de la inteligencia. Constituye la expresión primaria de nuestra arrogancia (el pecado de hibris) por el que renunciamos a las mediaciones para acceder a la realidad misma.

La distinción entre mirar y ver permite reconocer la involución de nuestra conducta que, relajada, cede a la decadencia moral. El cansancio de los ojos se revela en su objeto, la pornografía que retrata lo inmediato y obstaculiza su realización. De ese modo, la función escrutadora queda envilecida por lo macilento al traicionar la posibilidad de contemplación.

¿Es viable superar este dictum condenatorio? Diría que sí, bajo la condición de curar nuestra ceguera, el retorno simbólico a una nueva mirada. La apertura que opta por visibilizar lo negado. El rechazo de la mirada violenta por la ternura empática y desinteresada. Mirar desde lo humano es un proyecto que exige compromiso.

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