Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

En algún momento, sin que quizá nadie sepa cuándo, se perdió el significado de la Navidad.  O lo diré mejor, la idea según la cual el nacimiento de Jesús, desde la tradición cristiana, consistía en la alegría del alumbramiento de la esperanza.  Probablemente, si se lo piensa, nunca arraigó esa perspectiva en el corazón de la cultura, pero seguro conviene recuperarlo a fuerza de reflexión.

No es difícil si lo planteamos desde lo opuesto a la praxis contemporánea.  La Navidad consistiría por ello en priorizar la vida, el esfuerzo por abrirnos a los demás y la posibilidad de reajustar nuestra conducta en virtud del retiro silencioso que permita la autocrítica. Trabajo, entonces, pero interiorizado y proyectado con urgencia al mundo externo.

Sobre lo primero, la vida, se trataría en ocuparnos en la renuncia a nuestra violencia congénita. Afirmar la cordialidad, el afecto y la ternura. Tomar distancia del resentimiento que nos tortura y apostar por el dominio de la ira. Es una tarea que exige autocontrol porque con frecuencia somos víctimas de las emociones; además, no resulta fácil controlar a nuestro niño interno, al caprichoso y egoísta que urge la satisfacción propia.

En esa dirección, la fiesta de inspiración religiosa invitaría a la generosidad. Salir de nuestro refugio cómodo para ser solícitos con los necesitados. Trabajar la empatía, ponernos en el lugar de los que sufren y compartir los bienes. No basta con el sentimiento, amar debe traducirse en actos concretos de auxilio que muestre lo mejor de nosotros, el anuncio de que no todo está perdido y es posible un discurso alternativo al consumismo.

De igual modo, creo que debe ser un tiempo para el perdón. Iniciarnos en el hábito de la indulgencia. Reconocer nuestra fragilidad compartida que nos habilita para la comprensión mutua. Tenemos techos de vidrio, debemos renunciar a la inclinación malsana de juzgarnos amargamente unos a otros. Debe primar la bondad que nos fortalece frente a las caídas y ligerezas de quienes amamos.

Ya por último, diciembre es un período para la interioridad. Retirarnos sigilosos para reflexionar oportunamente en lo que no hemos hecho bien. Establecer contacto con los lejanos, a quienes hemos olvidado o hecho alguna ofensa y reconciliarnos amorosamente. Tenemos que reestablecer la sintonía con los grandes valores, reenfocar nuestros intereses y reapropiarnos de la vida. Aherrumbrados, conviene volver al brillo originario y recuperar la salud del corazón.

Le deseo una feliz Navidad y los mejores augurios de dicha plena con los suyos. Hasta la próxima.

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