Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

La mejor prueba de que el hábito no hace al monje quizá lo constituyan los intelectuales.  Digo, leer mucho no los convierte inmediatamente en sujetos de conducta ejemplar.  En eruditos sí, pero nada más.  De modo que la convicción platónica del virtuosismo de los filósofos es una ilusión del más alto nivel del fantasioso ateniense.

Él mismo lo demostró de sobra (me refiero a Platón).  De hecho todo apunta a que el tal “Aristocles”, que era como se llamaba, era intolerante y fanático.  Lo primero, porque en su Estado ideal excluía obras y autores que juzgaba peligrosos para la salud moral de su “platonópolis”.  Lo segundo, porque rechazaba la impiedad y la disidencia religiosa.  Platón, según lo afirmó muchos siglos después Popper, era un totalitario de la peor calaña.

Igual discurso es aplicable a los gremios de intelectuales constituidos por sujetos con presunto pedigrí pensante.   La experiencia es palmaria: no hay equivalencia entre saber y ser.  No hace falta ser demasiado perspicaz para enterarse de los celos entre, por ejemplo, los artistas, escritores y creadores en general.  En esto el enanismo moral es inocultable.

Aunque es cierto que a veces hacen equilibrismos conceptuales para justificarlo.  Ya sabe, la razón al servicio de la vida.  La propensión a la racionalización.  La convicción de que se puede construir un relato que disimule nuestra perversión.  El timo de que solo es cuestión de perspectiva.  O sea, como diría Bergson, nuestra manía fabuladora.

No se equivalen ciencia y bondad.  El conocimiento más bien sofistica la maledicencia.  Quiero decir, los intelectuales son unos “ilustrados de la maldad”, con el agravante arquitectónico del disimulo.  Heidegger quizá sea el mejor ejemplo del inmoral profesional.  El clásico predicador que no se convierte por la inclinación malsana al poder.  El peor amigo posible, el menos capacitado en el dominio de sí mismo.  El Judas contemporáneo, incapaz de ahorcarse por su autoengaño benevolente.

Lo mismo hacen los mercenarios de la pluma, los asociados a quienes manejan el poder por interés.  Son los creadores de artificios al servicio del mercado.  Ha habido tantos a lo largo de la historia.  Basta llevarlos a las cortes, a la escuela palatina, adularlos y alimentarlos (los mecenas tienen la medida), para que las ranas se inflen y hagan aparecer la impostura.

Ya le digo, el hábito no hace al monje. Los vicios solo adquieren un cariz singular cuando son los ilustrados, los espíritus más sofisticados, quienes se acreditan como los peores.  Parece obvio que la racionalidad y el talento pertenecen a otra esfera, esa que más bien estorba y obstaculiza el bien.  Sí, la bondad atañe a una dimensión ajena.  Eso está plenamente demostrado.

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