Eduardo Blandón

Uno de los aspectos a veces difíciles para los adolescentes se relaciona con no saber qué hacer con sus vidas.  Al finalizar los cinco o seis años de estudios en el colegio puede que algunos experimenten una mini crisis al no saber qué estudiar.  En ese momento acuden a toda clase de apoyos: el consejo de los padres, la orientación en las universidades o simplemente dejarse llevar por la influencia de los amigos.

Puede que alguno, incluso, opte por cualquier carrera, quizá pensando que habrá tiempo para elegir más adelante.   Llegan tan jóvenes a la universidad, 17 o 18 años, que apenas tienen idea de la vida.  Mientras tanto, sus padres orondos hablan maravillas del éxito de sus hijos al superar la educación media.  Sin preocuparse de sus “piccolinos” desorientados.

Los primeros dos años de estudios buena parte de ellos la pasan gravitando en la luna.  Son los años de adaptación y maduración progresiva.  Experimentan la libertad: no llegan a clase y son meteoritos que pasan con irregularidad por las aulas.  Los vicios de la vieja educación perviven aún, se copian en los exámenes, chatean en clase y no presentan los trabajos asignados.  Apenas leen y si el profesor hace actividades alternas, películas, viajes a museos o actividades grupales, también protestan y las juzgan inútiles.

Entre tanta masa, diría Ortega y Gasset, están los estudiantes que hacen la diferencia.  Los adolescentes que parecen tenerlo claro.  Piensan, para empezar, que deben responder a la inversión de sus padres.  Son delicados.  Saben que papá y mamá se esfuerzan para pagar estudios caros en universidades privadas o públicas.  Que se privan en casa de gustos para darles oportunidades de que salgan adelante.

Son jóvenes excepcionales.  Llegan a tiempo a clase, se sientan en primera fila y guardan el celular o lo apagan para no caer en tentación.  Ponen atención, preguntan, investigan y se juntan con los más listos y aplicados.  Se decepcionan de los compañeros desubicados y los profesores vagos y asalariados.  Exigen a la universidad que retribuya la inversión hecha por sus padres.  Odian perder clase.

Desafortunadamente, son casos aislados y por eso causan admiración.  Pero no hay que desanimarse, se puede revertir las malas conductas.  En primer lugar, con los que aún no terminan el colegio, orientándolos mejor y con tiempo.  Ofreciéndoles actividades extracurriculares que los expongan a oficios o estudios que la enseñanza media no ofrece.  Exigir a los colegios pláticas o conversatorios en asociación con universidades.  La idea es rozarlos con profesionales y escuchar de qué se trata cada profesión.

Con los que están en la universidad se trataría de acompañarlos.  No dejar a los muchachotes de 18 o 19 años a la deriva.  Ellos necesitan, como todos, diálogo, orientación y consejo.  La universidad debería hacer lo mismo, pero no lo hace porque sus intereses son otros e infortunadamente no cuenta con el recurso humano cualificado para ello.  No crea que su tarea de padre y madre terminó con ese mocoso gigante universitario.  No capitule, aún falta mucho por hacer.

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