La celebración periódica de elecciones es fundamental para la democracia, que lamentablemente ha perdido legitimidad. Esto no solo sucede en Guatemala.
Hay dos razones de fondo que ayudan a comprender este desgaste. En primer lugar, está la deificación de lo privado y la satanización de lo público. Durante los últimos cuarenta años el Estado ha sido vilipendiado, así como la política, al punto de construir un imaginario social donde todo lo público es rechazado. Por consiguiente, la solución a los problemas sociales se ubica en las prácticas privadas, individuales. Son las conductas personales las determinantes y mientras menos Estado y menos política haya, mejor. Esta visión es fortalecida por las prácticas que han caracterizado a los políticos, cada vez más desideologizadas, mercantilizadas, al punto que llega a considerarse la política como un asunto de interés únicamente de los políticos.
Por mucho que estemos en desacuerdo con esa visión, la misma es correspondiente con la percepción generalizada que tienen los pueblos de que sus problemas fundamentales no han sido resueltos por las democracias. En este contexto adverso, las elecciones cada vez más pierden legitimidad, ya que, en el imaginario de las mayorías, nada se resuelve en ellas.
O sea que la democracia representativa está en crisis, a nivel mundial. Sin embargo, la celebración periódica de elecciones que posibilita la alternancia en el poder sigue siendo el remedio coyuntural, reiterado, para oxigenarla al punto de posibilitar su sobrevivencia.
En el caso de Guatemala, la situación es aún más grave. Las elecciones ya no sirven ni siquiera para maquillar la decrépita democracia chapina. El actual proceso electoral es una expresión de dicha decrepitud. Y hay un responsable que, ante los ojos de la ciudadanía, carga directamente con esta culpa: el Tribunal Supremo Electoral, TSE. Él aparece como el sepulturero visible de la democracia. Pero no podemos dejar de ver el bosque por mirar el árbol. La grosera cooptación de la institucionalidad por parte de lo que hemos denominado la “convergencia perversa” es la causa fundamental de lo que estamos viviendo. El TSE es el principal instrumento, más no el único. Allí están la Contraloría General de Cuentas, el Ministerio Público, la Corte Suprema de Justicia, la Corte de Constitucionalidad, y otros. El resultado es la profundización de la judicialización de la política, que lleva a la politización de la justicia. La lucha de los políticos ya no es por el voto, sino que por cooptar la institucionalidad que es la que realmente elige, restringiendo el rol del ciudadano a votar por quienes dicha institucionalidad haya elegido.
Por eso, las discusiones jurídicas sobre lo que ahora sucede en Guatemala no abordan lo esencial de la situación que vivimos. El MLP no hubiera sido excluido de la contienda si no fuera por el terror/pánico que las élites económicas tienen sobre el surgimiento y desarrollo de una opción “antisistema” que representa las visiones e intereses de los pobres y excluidos. No se hubiera pretendido hacer lo mismo con Mulet si no se le considerara con posibilidades reales de llegar a una segunda vuelta electoral y ganar la elección. La reciente exclusión de Carlos Pineda se produce porque encabeza las encuestas y tiene una incontrolable y díscola conducta política.
Los actores hegemónicos de la convergencia perversa utilizan la institucionalidad cooptada para que los ciudadanos voten entre las opciones que ellos han elegido y que en este caso son Zury Ríos y Sandra Torres, de tal manera que Sandra haga presidenta a Zury en una segura segunda vuelta.
Ahora bien, aunque este fatal fenómeno de judicialización de la política no sucede únicamente en Guatemala, acá tiene una característica suigéneris. Los actores que hegemonizan la convergencia perversa que tiene cooptada la institucionalidad estatal representan intereses delincuenciales. Por eso afirmamos que en nuestro país hay una judicialización delincuencial de la política.