Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

Los ecuatorianos tienen esa curiosa expresión de “muerte cruzada” para referirse a lo que ocurre cuando el presidente de la república decide disolver el Parlamento (congreso o asamblea según las distintas denominaciones que reciba el organismo legislativo), una facultad permitida al jefe del ejecutivo según la muy moderna y avanzada constitución ecuatoriana del 2008, llamada de Montecristi por el lugar en donde se reunieron los constituyentes, quienes – por cierto – contaban con una mayoría de constituyentes progresistas, tanto del movimiento indígena (la CONAIE) como del partido de Rafael Correa, Avanza País. La nueva constitución de ese país andino le reconoce derechos a los pueblos indígenas en forma sólo comparable a los que también se reconocen a los pueblos Quechua y Aymaras en la nueva constitución boliviana que también data de esos años, ya estando Bolivia gobernada por el dirigente de los sindicatos cocaleros (y también indígena) Evo Morales. Las nuevas reglas constitucionales, por ejemplo, establecen el sumak kawsay o Buen Vivir como la filosofía que debe guiar los objetivos nacionales de desarrollo sostenible, al igual que se otorgan derechos a la Pachamama (la Madre Tierra, la Naturaleza) para que los ciudadanos puedan reclamar cuando se les perjudica con proyectos extractivistas o que contaminan los ríos y depredan el medio ambiente so pretexto de un “desarrollo económico” insostenible, todo ello en forma absolutamente novedosa para nuestro subcontinente y que, por cierto, es lo mismo que reclaman los pueblos mayas para una nueva constitución que ya se hace necesaria en nuestro atribulado país.

Pues bien esta Constitución también le otorga facultades al presidente para disolver un congreso obstruccionista dominado por la oposición. Y esto es justamente lo que acaba de ocurrir porque los partidos de oposición, mayoritarios en el Congreso, se disponían a llevar a juicio político al presidente (de derecha, vaya paradoja) Guillermo Lasso, un ex banquero acusado de favorecer a su familia en negocios corruptos en la compañía petrolera estatal. A sabiendas que perdería el caso el presidente entonces decidió disolver el congreso y convocar a elecciones anticipadas, lo cual muy probablemente significa que los dos más fuertes movimientos de oposición, el correísmo y los indígenas de la CONAIE, si se unen, pueden ganar las elecciones. De allí la expresión de “muerte cruzada” porque ambos organismos, el legislativo y el ejecutivo, deben “morir” y renovarse en los comicios anticipados (Lasso lleva dos años en ejercicio de su mandato).

Por cierto, este mecanismo constitucional, inédito para los sistemas presidencialistas latinoamericanos que al salir de la colonia copiamos el sistema estadounidense en lugar del europeo, se inspira en el sistema “mixto” francés, diseñado a la medida de los deseos del general Charles de Gaulle, el presidente francés que inauguró la V República en los años 60 del siglo pasado. De Gaulle, personaje carismático y líder militar que condujo buena parte de la resistencia francesa contra la ocupación nazi exigió una nueva Constitución para asumir el poder en medio de la guerra contra el pueblo argelino que luchaba por su independencia de Francia. Una guerra de liberación que los franceses ya no podían mantener. De Gaulle pidió ser electo directamente en voto popular, ser él quien condujese la política exterior y de defensa así como proponer al parlamento a la Asamblea Nacional al primer ministro, o jefe de gobierno. Un Jefe de Estado nada simbólico como ocurre con el resto de países europeos, monarquías constitucionales incluidas. Pero también ese sistema mixto presidencialista/parlamentario de Francia tiene la característica que el presidente, frente a elecciones legislativas que gane la oposición, puede disolver al parlamento y convocar a nuevas elecciones. Si en estos nuevos comicios el jefe del ejecutivo sale derrotado, entonces – dice la constitución de la V república – y el presidente debe “se soumettre o se demettre” (someterse o renunciar). Curiosamente en ocasiones el presidente en lugar de renunciar ha conservado la jefatura de Estado con un gobierno bajo el mando de un primer ministro en la oposición. Pasó en el caso de François Miterrand (socialista) y Jacques Chirac (conservador) y de este último con Lionel Jospin (socialista).

Pues bien, aunque la nueva constitución ecuatoriana no permite esa “cohabitación” (como la llaman los franceses) si obliga a renovarse a esos dos poderes del Estado que son electos por voto popular. Y aparte del hecho que se trata de un presidente de derecha que se benefició de un mecanismo diseñado por una constitución “de izquierda”, hay que admitir que se trata de un procedimiento absolutamente democrático que contrasta con lo sucedido en el Perú, en donde un presidente electo democráticamente, pero de extracción campesina y “de izquierda” fue depuesto por un congreso con una mayoría opositora de derecha cuando trató de utilizar ese mismo mecanismo (la disolución del parlamento) porque debía enfrentar, no un juicio político como en el caso de Lasso, sino un procedimiento para declarar la “vacancia” del cargo por “incapacidad moral”. Es deleznable y digno de las críticas de los presidentes de México y de Colombia lo que le hicieron a Castillo. Inaudito.

La alharaca de la oligarquía limeña, coreada por todas las derechas latinoamericanas e incluso europeas, acusando a Castillo de “golpista” (cuando el ejército brilló por su ausencia, salvo para ayudar a la policía a reprimir las protestas populares) y encarcelando injustamente al presidente depuesto, contrasta con la forma democrática de resolver la crisis política de los ecuatorianos gracias a una constitución redactada y aprobada por sectores progresistas. Es evidente que la medida desesperada de Castillo no podía tener ningún resultado sin el apoyo de las fuerzas armadas, como si lo tuvo el dictador Fujimori en los años noventa cuando hizo lo mismo que intentó Castillo, disolver el Congreso y gobernar por decreto durante casi una década.

Algo que también sucedió en Guatemala cuando Jorge Serrano quiso imitar a Fujimori de manera bastante improvisada y tonta. Fue destituido por la CC y no contó con el apoyo del ejército tampoco, al igual que Castillo. Pero salió al exilio, no fue encarcelado. Porque lo que hicieron Serrano en Guatemala y Castillo en el Perú no fueron de ningún “golpe de Estado” algo que solo pueden hacer los militares y las fuerzas armadas. A Evo Morales le dieron un golpe cuando quiso reelegirse indebidamente en Bolivia. Pero fue el ejército, fueron los militares quienes le obligaron a renunciar y lo pusieron en un avión que envió el presidente de México. Si lo que hicieron Serrano y Castillo fueron “autogolpes” por torpeza y falta de habilidad política es otro tema. Pero lo de Castillo no fue golpe de Estado. El ensañamiento de la derecha contra el expresidente, ahora detenido sin el debido proceso, es decir, violando sus derechos humanos, responde al profundo racismo y resentimiento de los criollos peruanos frente a un campesino indígena cuyo máximo delito fue el de llegar a la presidencia gracias al apoyo popular, algo imperdonable para los descendientes del Virreinato del Perú. Lo deseable sería que para el futuro tanto en el Perú como en Guatemala nuevas constituciones introdujeran un procedimiento de resolución pacífica de conflictos, es decir, democrática, similar al que existe en Ecuador.

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