Por: Adrián Zapata

Las procesiones de Semana Santa en Guatemala son un hecho cultural de orden religioso tremendamente relevante a nivel internacional. Sin ser religioso debo decir que ellas me impactan y que si estoy en Guatemala no me las pierdo, particularmente el Santo Entierro, en sus tres expresiones, la del Calvario, la Recolección y la de Santo Domingo.

Me impacta la belleza de las andas, la solemnidad con la que transcurren, expresando una impresionante veneración, donde el incienso, los trajes de luto de los y las cargadores (as) y las marchas fúnebres resultan elementos que la resaltan.  De igual manera, la belleza de las alfombras, verdaderas obras de arte, resultan un deleite espiritual. El paso del Santo Entierro acaba con ellas en pocos minutos, consumando una ofrenda colectiva de fe (su elaboración tiene tal carácter).

Las calles del Centro Histórico, entorno donde transcurren, magnifica la imagen de las procesiones.

Me sorprende el sentimiento de quienes cargan. Creo que expresa el ánimo de penitencia de un pueblo que quiere pedir perdón por sus pecados, que han de considerar tan grandes como para producirles los sufrimientos que afrontan en su cotidianidad. Es tal la magnitud de ese sentir, que pareciera que el pueblo le rinde culto a la muerte, a la pasión del Cristo yacente, a tal punto que la resurrección y el triunfo sobre la muerte que se celebra el Domingo de Resurrección, pasa casi inadvertido. Es tan dramática nuestra historia, particularmente para los pobres y excluidos, que su fe es más expiatoria que de gozo ante la resurrección.

Me encanta ver cómo el pueblo se toma las calles de ese cuadrante citadino, sin temor a la inseguridad que usualmente prevalece. Lástima que sea para celebrar el sufrimiento y no la posibilidad de una victoria.

Todo lo anterior lo expreso como un reconocimiento a la fe, católica en este caso, de nuestro pueblo. Mi agnosticismo (para decirlo de manera leve) no me impide apreciarlo y valorarlo. Asocio esta fe con la fuerza social que tuvieron los “delegados de la palabra” en los tiempos de la teología de la liberación con la opción preferencial por los pobres de la Tierra, luego venida a menos ante la “teología de la prosperidad”, donde la fe es premiada con el acceso a la riqueza material.

Pero este año sucedió algo inédito, como nos pudimos dar cuenta. El Santo Entierro del Calvario se fue para la zona diez, los soldados lo cargaron cuando comenzó su tránsito por la Avenida La Reforma. Con todo el respeto que nos merece la fe de ellos, el uniforme castrense hincó al Estado, supuestamente laico, ante la imaginería católica. El Cristo yacente ingresó a la zona de las élites de este país (la zona 10) cargada en los hombros de los militares.

Puede ser que mis percepciones sobre este hecho religioso sean sesgadamente pesimistas y que pierda de vista una perspectiva diferente, desde la cual el sentimiento doloroso del pueblo y las masas de feligreses que lo expresan estén “invadiendo” la zona privilegiada de las élites y transitando por una Avenida emblemática de la riqueza aristocrática de antaño y de los lujosos hoteles de ahora. Ojalá así sea para que las élites entiendan que siguen jugando con fuego y que las masas pobres y excluidas, sumidas en la desesperación, eventualmente podrían tomar sus espacios privilegiados, pero enarbolando una resurrección liberadora y no una sumisión sin esperanza.

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