Por: Adrián Zapata
Durante las movilizaciones clasemedieras y urbanas que se produjeron en el año 2015, hubo quienes magnificaron la trascendencia de este fenómeno de masas. Se les atribuyó el derrocamiento del gobierno. Se crearon desproporcionadas expectativas sobre las posibilidades que se abrían para profundizar la lucha contra la corrupción y la impunidad e, inclusive, para lograr cambios más profundos.
Es importante recordar las condiciones que posibilitaban lo que entonces ocurrió, tales como: la presencia de la CICIG al mando de Don Iván Velásquez y el rol que jugaba el Ministerio Público dirigido por Thelma Aldana, así como la capacidad de la CICIG de influir en los jueces y magistrados para que sus resoluciones no respondieran a los intereses de la redes político criminales. Pero, el factor determinante en la caída de ese gobierno fue el rol de los Estados Unidos y su capacidad de influencia en esa coyuntura. El entonces embajador apoyó a Otto Pérez Molina hasta pocos días antes de su renuncia (hay pruebas gráficas en la prensa que evidencian ese respaldo), pero se le retiró el “beneplácito” y se le dejó caer. Fue un típico “golpe suave”.
El hijo no deseado de la plaza fue Jimmy Morales, quien encabezó un gobierno de derecha, relacionado con estructuras militares que habían fundado el partido que lo postuló y contó con el apoyo total de las élites empresariales (hasta cometieron delito de financiamiento electoral para ello). Así terminó la ingenua ilusión de quienes se entusiasmaron con la plaza.
Ahora, el escenario es sustancialmente diferente. Las redes político criminales tienen cooptada toda la institucionalidad estatal. Las clases medias urbanas están retiradas de la “plaza”, las élites empresariales de manera vergonzosa apoyan al Presidente y su gobierno y hasta la iglesia católica lo bendice con la presunción de inocencia. La administración Biden hizo una gran alharaca en la supuesta lucha contra la corrupción en Guatemala, incluyendo la visita de la Vicepresidenta con un discurso fuerte en tal sentido. Sin embargo, el gobierno guatemalteco hizo caso omiso de estas advertencias, ante lo cual Biden ha dado marcha atrás y parece conformarse con el compromiso de Giammattei de atajar represivamente la migración, a cambio, implícitamente, de tolerar la corrupción y la impunidad.
Así las cosas, las autoridades ancestrales y el movimiento campesino piden la renuncia del Presidente y de la Fiscal General y, lo que es trascendental, plantean una estrategia de lucha de base territorial, con una visión de gradualidad, para no sólo luchar contra la corrupción y la impunidad, sino para impulsar la reforma del pacto social constitucional en aras de construir un Estado más incluyente en términos económicos, sociales, políticos y culturales. Esta sabia estrategia difícilmente puede producir resultados de orden coyuntural, salvo hechos extraordinarios, como podría ser que las investigaciones adelantadas por el defenestrado Fiscal Sandoval den pie para evidenciar groseros hechos de corrupción por parte del Presidente y sus allegados (las evidencias que la iglesia católica ingenuamente pide).
La gran potencialidad de esta estrategia de lucha es la capacidad que puede generar de provocar un empoderamiento territorial de los actores locales, particularmente de las autoridades ancestrales y los movimientos campesinos, el cual se iría ampliando gradualmente. Si esto se produjera, el resultado podría ser un movimiento político transformador que podría enfrentar en el ámbito institucional y en la movilización social a la concertación entre las redes político criminal, las élites empresariales y las cúpulas religiosas que no rectifiquen su posición. La lucha se trasladó de la plaza a los territorios y, desde allí, eventualmente podría asaltar la plaza.