El 28 de agosto recién pasado, en la publicación Harvard public health, Leah Samuel indicaba lo siguiente que me llevó luego a una reflexión de la que luego hablaré. Cito textualmente:
“Hace sesenta años, el presidente Lyndon B. Johnson firmó la Ley de Cupones para Alimentos de 1964, haciendo formal y permanente un programa diseñado para construir un puente entre dos grupos de personas: los agricultores que tenían cosechas excedentes y las personas de bajos ingresos que no podían permitirse alimentos nutritivos.
Fue una piedra angular de la guerra contra la pobreza de Johnson y ahora es una parte crucial de la infraestructura de salud pública de los Estados Unidos. Si bien el programa, rebautizado como Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP) en 2008, ha tenido mucho éxito en la reducción del hambre y la pobreza , los expertos dicen que le vendrían bien algunas actualizaciones que mejoren la salud.
El programa SNAP alimenta actualmente a 42 millones de personas cada mes, aproximadamente el 13 por ciento de la población de Estados Unidos. El cuarenta por ciento de los beneficiarios del SNAP son niños. Esas cifras fueron incluso mayores después de la Gran Recesión, alcanzando su punto máximo en 2013, cuando un récord de 48 millones de personas, casi uno de cada cinco residentes de Estados Unidos, recibieron cupones de alimentos. La demanda volvió a aumentar durante la pandemia”. Fin de la cita.
En ese mismo artículo se habla de que algunos investigadores consideran y argumentan que el programa debería hacer más que ayudar a las personas de bajos ingresos a comer: debería ayudarlas a comer alimentos más saludables. “No se trata solo de llenar el estómago”, dice Sara Bleich, profesora de políticas de salud pública en la Escuela de Salud Pública TH Chan de Harvard. Y Leah Samuel señala que ¡Las investigaciones sugieren que las personas que reciben cupones de alimentos son menos saludables que las que no los reciben. Y luego de una discusión sobre lo que la gente come el economista Gundersen de la universidad de Baylor concluye: “No es función del gobierno decirle a la gente lo que puede y no puede comprar”. Fin de mi lectura.
Bien ¿cuál es mi reflexión al respecto? creo que necesitamos más claridad sobre el impacto de programas de ayuda alimentaria de entrega de alimentos, no solo en preservar la vida (como lo hacen los dirigidos a menores de cinco años) sino en conocer si realmente motivan y propician a los beneficiarios, sus familias para el caso de niños, a ir más allá del agradecimiento a que llegue a un impacto en la economía y la organización social y politica de las sociedades. Eso creo que no es así.
Un primer pensamiento al respecto es que el impacto de estos programas en la vida política y social es de una complejidad grande. Se montan, porque el Estado no ha podido resolver los problemas de inequidad económica y social, la verdadera causa de una limitante alimentaria en algunos que son la mayoría. Ahí empieza como decía Cantiflas el detalle.
Otra arista a entender de estos programas es que los mecanismos de las conductas individuales y colectivas también son impactados por estos, y se insertan éstas en la contemplación por los beneficiarios, de un Estado Benefactor, Protector, Patriarcal y no de Derecho, desactivando en ellos y en la población una visión de una democracia genuina basada en derechos y obligaciones. ¿Qué personalidad forma una persona privada de acceso a derechos, un pueblo o parte de él, incapaz de producir una cultura basada en derechos? Cuando leí el artículo de Leah Samuel, me causó tremenda cólera el saber que una nación con tal poderío tecnológico y científico como la americana, sea incapaz de crear una sociedad unida y dedicada al disfrute de derechos, cuando tiene que alimentar a 42 millones de personas viviendo en su territorio, vedadas de satisfacer y disfrutar ese derecho fundamental y elemental y cómo puede entonces una Nación así, hablarle y más que nada, servir de ejemplo al mundo de la democracia.