Para cualquier tipo de democracia, el precio pagado (en dinero, en vidas, en calidad, en bienes, incluso en territorio) ha sido fenomenal. Para una democracia como la guatemalteca, a lo anterior se suma que nunca se concreta. La conclusión que se puede extraer es que los guatemaltecos no estamos convencidos de la democracia como forma de pensar, sino simplemente como un principio de la Constitución y en la legislación: letra muerta.
La democracia en Guatemala, su contexto social y tradicional, debería ser el derecho del individuo a interferir tanto como pueda, en la mejora de vida propia y de sus semejantes y el privilegio de las instituciones de atender el mínimo común denominador de necesidades de todos o al menos la mayoría en lo individual y social. En nuestro país, esa aspiración democrática, se ha convertido en un baile de hacer y dejar hacer de manera controvertida, y encasillada, a una posición social de privilegios. Esto ha generado buitres censuradores y graznando, pidiendo condena ante la rebelión justificada de los que están siendo impedidos de beneficios democráticos, entendiéndose y ejerciéndose así una democracia de propiedad privada del que tiene poder y goza de riqueza y privilegios, logrados sea como sea, pero casi siempre jodiendo a los otros. Esa democracia selectiva ha convertido al corrupto y corruptor, en su propietario y administrador y a las instituciones del estado en sus medios. En tal orden, todo aquel que rechaza tal situación, se convierte en enemigo público y un alto número de las clases oprimidas a diario sueñan y luchan por convertirse en opresores o en colaboradores de estos y así hemos creado una nación aletargada dentro de un cuento de no acabar, tal como nos lo describe Miguel Ángel Asturias, en sus novelas.
La realidad de una organización democrática así concebida, se puede ejemplificar en la actualidad con todos los sucesos públicos acaecidos desde el 2015 a la fecha, en donde se ve muy claramente en cada episodio de protesta sus pobres resultados; en cada señalamiento de investigación realizado, el acomodo del público de una persecución a una resignación en su pensar y actuar. Si el 90%, o al menos el 75% de la población hubiera acuerpado protestas y soluciones con hechos, no con corazón (el corazón ya no sirve ni para hacer el amor -decía el otro día un bolito-) seguramente el momento que vivimos sería otro. Lamentablemente los guatemaltecos solo somos seres de denuncia no de acción, nuestras ardientes resoluciones (a no ser de placer) decaen al pálido paso de los días y el aparecer de nuevos sentimientos y entonces ya no debe extrañarnos un 2024 con un nuevo presidente, un nuevo gobierno, electo por una democracia privada con sus mismas valencias morales, reflejadas en compra de voluntades y saqueos a diestra y siniestra. El cuento de no acabar.