Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Para algunas personas puede parecer una cuestión intrascendente. Para otras, por el contrario, puede significar una problemática cuya atención merece más que un sencillo diagnóstico a la ligera y alguna píldora que tal vez haga desaparecer un malestar corporal, cual dosis de acetaminofén o ibuprofeno.

Mientras desayunaba con mi familia en un citadino lugar familiar, no pude dejar de percatarme de que en una de las mesas contiguas otra familia hacía lo propio, disfrutando de esos momentos a los que el paso de los años da un sentido distinto al que tal vez asumimos cuando estamos bebiendo el café o untando un poco de mantequilla en un pequeño y crujiente trozo de pan francés.

En aquella mesa, un joven comensal ―de once o doce años quizá―, parecía saciar su hambre con leves movimientos, ágiles y rápidos, sobre una pequeña pantalla de cristal, más que con el suculento plato mañanero que tenía sobre la mesa, ajeno a las charlas de los demás comensales en la mesa y ajeno ―según parecía― al mundo en el que para muchos la vida transcurre tan rápido que apenas podemos percatarnos de ello.

“Las personas llegarán a amar su opresión, a adorar las tecnologías que deshacen su capacidad de pensar”, expresó Huxley. Y captó con impresionante precisión ―quizá hasta con cierta nostalgia, si acaso ello fuera posible en un caso tal― los dilemas que el mundo enfrentaría como efecto de su propio avance y desarrollo en el marco de la tecnología y los avances científicos.

Las preocupaciones al respecto en un mundo como el actual pueden ser genuinas. Y aunque en un momento dado puedan también considerarse descabelladas, exageradas o conspiranoicas, lo cierto es que resulta alarmante sentarte a comer en un sitio público, mientras alrededor tanta gente joven, con el cuello extrañamente doblado, la espalda notoriamente encorvada, y los dedos a punto del entumecimiento, pasan el tiempo sumergidos en un mundo que trasciende las pantallas de sus propios dispositivos.

De lo que ocurre en el interior de sus cabezas, mejor ni hablar. Quizá sería especular mucho y adentrarse en una vorágine de elucubraciones a la que sería muy difícil y complicado encontrarle una respuesta satisfactoria en tan solo unos minutos.

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