Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Para muchas personas el fin de semana suele ser tan sólo una oportunidad para prolongar los días de trabajo. Aunque quizá desde otra perspectiva y con propósitos distintos a los de una actividad laboral propiamente, muchos tan sólo cambian una actividad laboral por otra, aunque de manera formal lo que se realiza durante el sábado o el domingo no sea visto como un trabajo, es decir, trabajo entendido como un acto (o conjunto de actos) remunerado a través del cual se presta algún tipo de servicio para alguien más. En esa dinámica, unos lavan la ropa; otros cortan césped y malas hierbas del jardín; otros hacen las compras del supermercado; o mezclan y alternan todas esas y otras actividades durante fines de semana distintos. De manera formal, para muchas personas, los días de descanso no son precisamente días de descanso (en el más estricto sentido de la expresión). Pensaba en eso mientras hacía fila rumbo a una de las cajas del supermercado en donde suelo adquirir lo necesario para subsistir durante la semana siguiente. Los artículos y productos que llevaría a casa parecían observarme  impacientes desde el carrito en el que había ido colocando todo sin orden alguno. Y, como suele decirse, una cosa lleva a otra. Delante de mí, una joven deslizaba sin pausa la pantalla de su teléfono móvil, al tiempo que parecía escuchar -sin prestar mayor atención-, el sonido monótono que producía el escáner por el que iban pasando, uno a uno, los productos que estaba comprando. Al momento de pagar, tan sólo deslizó brevemente una tarjeta por ese artilugio que debita electrónicamente el monto a pagar; recibió el comprobante de su pago y se marchó, con el teléfono en la mano, ajena al resto del mundo que la rodeaba; empujando el carrito con los productos de su compra como fieles testigos de una realidad alterna. Yo hice lo propio, y, después de unos minutos, también me dirigí a la salida empujando un carrito. La escena de minutos antes hizo que me propusiera prestar atención a cuántas personas veía a partir de ese momento abstraídas en sus pequeños aparatitos que hoy parecen extensiones de nuestro propio cuerpo, quizá haciéndonos olvidar que afuera de ese aparato móvil existe otro mundo. Perdí la cuenta. A donde quiera que volteara, la escena se repetía, incluso en los sitios menos esperados, como las motocicletas, en donde conductores o pasajeros indistintamente se sumergen peligrosamente en ese mundo digital cada vez que el tráfico o la luz roja de un semáforo lo permiten. Hay una alarma sonando y pareciera que no se alcanza a escuchar. Las pandemias, sin duda, pueden llegar de cualquier parte y en cualquier momento…

Artículo anteriorEn memoria del periodista Alberto Ramírez Espada
Artículo siguienteUrge atender problemas agrarios