Los ingleses tienen fama de ser puntuales hasta en el cumplimiento de la hora que suelen destinar para beber té al final de la tarde. Aunque no he tenido oportunidad de comprobar tal elogiosa aseveración, tampoco tengo motivos para dudar que esté fundada en hechos reales y comprobables con facilidad.
En eso, ciertamente, su fama antecede a los ingleses. Los latinoamericanos, por el contrario (aunque no generalizo), solemos ser poco puntuales (por no decir impuntuales, sin más), hasta en los momentos que debido a nuestro interés particular debiéramos procurar acelerar el paso para no llegar tarde a una cita o compromiso previamente programado: el tiempo de los demás, no es nuestro tiempo personal, y por lo tanto, no podemos disponer de él a nuestro antojo.
La semana pasada acordé una breve reunión en un céntrico café en el que ya he estado en ocasiones anteriores. Un lugar que me atrae porque pareciera no necesitar de esa parafernalia moderna que a veces erróneamente asumimos como necesaria para que un lugar llame la atención y resulte un sitio interesante. La antañona simpleza puede resultar acogedora y superar con creces lo efímero.
Pasados unos minutos de la hora acordada, recibí un mensaje de texto. Mi amigo se había retrasado y me ofrecía una disculpa. Estaría en el lugar en unos minutos ―me dijo―. Esa costumbre de llegar tarde, que se ha convertido inadvertidamente en algo normal y que las más de las veces aceptamos de buen grado, más allá del tráfico y de los imprevistos que surgen por ensalmo cuando ya hemos tomado el camino, cobra especial protagonismo. Ni modo, siempre pueden surgir pretextos que sirven de excusa para un cafecito extra, una cerveza, leer el periódico o simplemente para pasar los minutos deslizando el dedo por la pantalla de un teléfono celular que (dicho sea de paso) nos permite revisar por enésima vez las redes sociales que nos lanzan sugerencias algorítmicas con base en ese segundo extra, y a veces sin intención, que hemos desperdiciado viendo un par de zapatos que no vamos a comprar o el avance de una película que no pensamos ver.
Todo ello sirve para que la espera no resulte tan tediosa; para poner a prueba la paciencia de que a veces hay que disponer dada la molestia que produce la innecesaria espera. Al final, tanto esa espera como la molestia seguramente pasarán a un segundo plano cuando la reunión haya comenzado. Pero volverá a ocurrir en una siguiente ocasión. La impuntualidad aparecerá reseteando la memoria y poniendo a prueba (otra vez) nuestra paciencia. Haciendo que valga mucho un sencillo elogio de la puntualidad.