Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Me puse a buscar en un viejo armario una libreta con apuntes que estaba seguro de tener en algún sitio. La cuestión era, dónde. En algún lugar la había guardado para recurrir a ella como apoyo de la memoria cuando fuera necesario: la memoria humana es falible y no siempre funciona de la manera en que quizá deseamos o esperamos (quién sabe).

Por eso, unas breves notas o frases que a veces garrapateamos con rapidez para luego completar ideas mientras escribimos, pueden resultar de gran ayuda. En ese trajín de la empresa de búsqueda en la que me había embarcado, inesperadamente fui topando con otros artilugios y enseres que ni recordaba que alguna vez había adquirido.

Un compact disc con los éxitos de Clapton; un pequeño telescopio que nunca supe cómo enfocar para ver los cráteres lunares; una casetera marca Denon, y… En una remota y olvidada esquina del armario, una caja de cartón que parecía esforzarse por ver de nuevo la luz y acercarse al aire fresco que suele haber más allá del encierro. ¡Un tostador de pan!, un electrodoméstico nuevo y sin uso, que, a pesar de conservar intacto hasta el pequeño manual de usuario, había experimentado el inexorable paso del tiempo sin haber bronceado nunca siquiera una rodaja de pan. Ese apego a las cosas que nunca usamos y que muchas veces llega a constituir una suerte de compromiso moral inexplicable vino a mi mente.

Un acumulamiento (ciertamente innecesario) que a veces pasa a formar parte de la propia idiosincrasia de los pueblos. No tire el recipiente de comida china en el que le llevaron el chao mein porque puede volver a servir, aunque sea para formar torres de innombrables trastos plásticos que nunca habrán de usarse y que tan sólo ocuparán espacio en algún punto de la cocina. Los tornillos que le sobran cuando decide rearmar algún aparato que ha visto mejores tiempos pueden pasar a formar parte de envidiables colecciones de óxido y peso muerto, en algún viejo bote de pintura cuya necesidad depende solamente de la existencia de esas roldanas, clavos y tornillos que tampoco habrán de volver a usarse nunca.

Un tostador de pan; un pequeño horno eléctrico o tal vez una licuadora que data del día de su boda o de algún lejano cumpleaños, puede aún estar esperando el momento de brindar un servicio quizá ya anacrónico. Algo que a lo mejor no recordamos que alguna vez obtuvimos puede que esté aguardando a ser descubierto en lo profundo de alguna caja olvidada o un viejo armario, como fiel testigo del paso del tiempo y de esa costumbre de guardar las cosas que tal vez nunca hemos usado, o nunca volveremos a usar, quién sabe.

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