Mi madre tiene una de aquellas pequeñas planchas de hierro que antaño se usaban para mantener la ropa tan lisa e impoluta como era posible. Ella usa esa plancha para mantener una puerta siempre abierta. El viento o los descuidos muy difícilmente moverían una pesada y antigua pieza como aquella que quién sabe cómo obtuvo mi madre, y que pareciera mantener la puerta pegada perennemente a la pared. Le he pedido en reiteradas ocasiones que me la obsequie, que me permita llevarla a casa para presumirla como una verdadera antigüedad, pero se ha negado rotundamente, no ha querido que el peculiar y pesado artilugio deje su actual función como tranca de puerta. También las hubo en una lejana época de aquellas planchas cuyo interior solía llenarse con brasas de carbón al rojo vivo, el cual debía cambiarse cada tantos minutos cuando se enfriaban y perdían su poder alisador, para que la plancha (que era bastante más grande que la primera) cumpliera su ardiente cometido. En la actualidad aquella rústica tecnología ha dado paso a planchas modernas, coloridas, algunas con partes metálicas y partes plásticas. Las hay con dispensadores de vapor; control de temperatura y/o lucecitas de colores que dan una sensación de inusitada modernidad (ese es el objetivo, seguramente), modernidad que va más allá de la función real para la cual se supone que existen: seguir manteniendo la ropa sin arrugas y presentable. Pero ¿a cuento de qué viene este asunto de las planchas? El tema bien podría ser de televisores, teléfonos móviles o refrigeradores, puesto que los tiempos han cambiado constantemente a través de la historia humana y todo aquello de lo que ahora podemos disponer ha visto antepasados que, si bien pueden ser juzgados de rudimentarios o con capacidades muchas veces limitadas, también pueden ser considerados casi eternos. En la actualidad, pareciera que, como me dijo un amigo muy apreciado, “todo está diseñado para que empiece a dar problemas o se descomponga justo al año de haber dejado la fábrica”. Yo agregaría que menos tiempo en algunos casos. Y seguro estoy de que la pequeña plancha de hierro que mi madre tiene para evitar que se cierre la puerta, aún podría cumplir con su inicial rudimentario propósito. Las planchas que, en la actualidad, no obstante, se suelen comprar en cualquier tienda de electrodomésticos, es menester cambiarlas por lo menos un par de veces por año. Los tiempos cambian, sin duda. También los propósitos y los fines con que las cosas se fabrican y se venden. Nuestro mundo, nuestra modernidad…
Adolfo Mazariegos
Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.