Suele decirse que los libros tienen por sí mismos un olor característico y particular. Un olor especial que los distingue dentro de ese universo que hoy día supone todo aquello que puede imprimirse, independientemente de la tecnología que para el efecto se utilice. Eso, por supuesto, quizá se deba a un interminable abanico de posibilidades en las que el tiempo y las circunstancias desempeñan un papel por demás estelar. Y sin hablar del aspecto puramente psicológico, que sin duda alguna tiene lo suyo en una cuestión que, aunque para unos es tal vez intrascendente, para otros reviste una importancia que trasciende lo simplemente monótono y cotidiano. He allí, además, por muy obvio y descabellado que parezca decirlo, una diferencia notable entre los libros impresos y los libros electrónicos, cuyas bondades -de los libros electrónicos-, por muy abundantes que sean o nos parezcan en la actualidad dada su amplia difusión, no pueden contar dentro de las suyas una característica siquiera similar (por lo menos no de momento, en nuestro contexto histórico). Decía don Tito Monterroso que en su juventud él solía leer asiduamente en la biblioteca pública que entonces le quedaba cerca cuando trabajaba en una carnicería, en el centro de la ciudad de Guatemala. Nada más disímil que los olores respirables en un local en el que se cortan y expende carnes, y los aromas que con el paso del tiempo empiezan a desprender las páginas de los libros. Los entendidos en la materia seguramente dirán que tal singularidad se debe a la lignina remanente en los componentes del papel en el que ha sido impreso el libro, cuyo punto de partida ha sido la biomasa vegetal de la madera en la cual se encuentra dicho biopolímero natural. ¡Cientificidades importantes!, sin duda, pero poco entendibles al momento de apreciar el olor de los libros. En fin, las historias y vidas plasmadas con tinta sobre el papel, tarde o temprano empiezan un recorrido que va más allá de lo escrito, más allá incluso de lo que tal vez inicialmente imaginó el propio autor. Los libros también transportan con su olor característico a mundos distintos de sensaciones y momentos desconocidos, a dimensiones en las que la mente, como un acto de bondad inesperada y refrescante, suele hacer de las suyas… El olor de los libros les distingue… Hagamos de cuenta aquí que son como los dinosaurios, como el dinosaurio de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Adolfo Mazariegos
Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.