Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Soy de esos que no pueden dejar de sentir ese gusto inexplicable que se experimenta cuando alguien te obsequia un libro. Prefiero la sensación de un ejemplar en las manos a las incertidumbres de los artilugios tecnológicos y sus complicaciones (y bondades también, sin duda, en muchos casos). Suelo obsequiar libros a menudo, aunque quizá no siempre sean lo que el obsequiado espera recibir. Y eso, ciertamente, puede provocar más de alguna desilusión que las más de las veces suele ser una cuestión bastante fugaz. Para mí los libros son más que simple tinta sobre papel, son historias, vidas, esfuerzos que van más allá de lo amarillentas que se puedan tornar sus hojas con el paso del tiempo. Hace algunos años (bastantes), un querido amigo, Renato Monzón, durante uno de esos intercambios de regalos navideños que vaya a saber cómo y desde cuándo surgieron, me entregó un pequeño paquete envuelto en papel café. “Sé que te va a gustar este regalo”, dijo (lo he parafraseado), y tenía razón. El empaque resguardaba un ejemplar de los Doce cuentos peregrinos de García Márquez, libro que mi amigo probablemente ya no recuerda, pero que yo sigo apreciando como en aquel primer día en que lo leí, aun cuando ese realismo mágico del autor no es precisamente de mis lecturas predilectas. En esa dinámica de obsequiar libros que para mí reviste importancia, hace algún tiempo obsequié un pequeño ejemplar que formaba parte de mi modesta colección personal, un pequeño libro ya maltrecho por los años, de las rimas de Bécquer, a alguien que entonces manifestó alto gusto por la obra del siempre citado poeta. En ese orden de ideas, he de adelantar también que las librerías que frecuento usualmente son las mismas, un hoy, otras mañanas, pero siempre (o casi siempre) las mismas. No obstante, me gusta visitar las ferias municipales de libros y de vez en cuando también las librerías de usados que hay en algunos puntos del centro de la ciudad. A veces se encuentran allí verdaderos tesoros imposibles de ubicar en las librerías modernas, o sorpresas, como en este caso: mientras paseaba la vista por aquí y por allá sobre las portadas de las múltiples obras de dueños anteriores puestas nuevamente en venta, mis dedos toparon con un pequeño ejemplar de las Rimas de Bécquer, idéntico al que yo había obsequiado tiempo atrás. Lo tomé rápidamente y pasé algunas de sus páginas buscando lo que de antemano sabía que iba a encontrar: una pequeña rúbrica que suelo realizar en algunos libros en la página final al terminar de leerlos. No pude evitar reír: los mismos dobleces, las mismas pequeñas manchas… y la rúbrica del final… Volví a reír. Y lo volví a comprar.

Artículo anteriorEn plena crisis por la democracia, Brian Nichols visitará Guatemala
Artículo siguienteAnalfabetismo funcional político