Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

post author

Suelo tomar café todos los días. Ese aromático brebaje que de forma indiscutible se ha convertido en parte de la cultura de los pueblos latinoamericanos (y allende las fronteras continentales también, por supuesto), a pesar de que sus orígenes no se encuentran precisamente en esta parte del mundo.

Cada mañana, antes de salir de casa, lleno hasta el borde mi vieja taza térmica y le agrego dos cucharadas de azúcar, a pesar de que los entendidos seguramente me dirían que el café debe tomarse sin ningún tipo de edulcorante, puesto que ello alterará irremediablemente su sabor… Cuestión de costumbre, supongo. El café de Guatemala, Costa Rica y Colombia suele contarse entre los mejores del mundo. Y sin duda así es.

Traigo a cuenta esa conocida aseveración en virtud de un reportaje que tuve ocasión de ver hace algunos años y que ha regresado a mi memoria justo ahora, a pesar de que me ha resultado imposible recordar el título.

Lo que sí recuerdo es que fue emitido por una cadena de televisión internacional y que realiza un recorrido por el azaroso camino que suele llevar el grano de café que probablemente luego forma parte de la taza humeante que llevamos a nuestro paladar. Un camino en el que muchas veces (según aquel reportaje) intervienen manos infantiles que no saben (o no entienden aún) la dimensión justa y exacta de la labor que realizan desde su órbita de adultos prematuros.

“Especial de hoy: café de Guatemala”, leí pocos días después en un pequeño letrero adentro de un Starbucks de Hollywood Boulevard en Los Ángeles, junto a una sofisticada lista de nombres de bebidas a base de café que olvidé tan rápido como los había leído.

Inconscientemente me pregunté si el alto precio de mi frappé pagaría con justicia todo lo que corresponda en ese recorrido del que hablaba el reportaje, más allá del sabor y de la calidad que al final estaba disponible en sitios como aquel. Observé el vaso de plástico transparente en el que se leía una “A” escrita con tinta azul.

Caí en la cuenta de que, quien me atendió, sea por pereza o por alguna dificultad para entenderme, anotó solamente mi inicial. Mi hermano, que me acompañaba, no pudo dejar de soltar una sonora carcajada, mientras intentaba empezar a beber de su vaso transparente con más hielo y crema que café de Guatemala. Yo me lo beberé despacio, le dije. Y empezamos a caminar rumbo a la salida, recordando que beber café es algo que (en mi caso) ha formado parte de la propia vida, desde la niñez. Honestamente, no hay nada como un pan tostado con una buena taza de café.

Artículo anterior#NoNosCallarán rechaza denuncia contra vocero y asesora jurídica del TSE
Artículo siguienteLuna de Octubre