Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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El paso de los años suele ser un testigo silente de la forma en que los seres humanos vamos acumulando cosas. Sean pequeños artilugios que nunca volvemos a utilizar y se vuelven inservibles con el tiempo, sean momentos que inicialmente atesoramos con esmero pero que luego olvidamos a pesar de que sigan allí, en esa suerte de caja invisible que permanece en algún lugar de nuestro cerebro (o de nuestro corazón, según el grado de romanticismo con que quizá veamos las cosas vividas). De allí, quizá, esa expresión que a veces utilizamos para referirnos a alguien cuya caja de recuerdos y buenas acciones requiera mucho más espacio: “es que tiene un gran corazón”, decimos. Mi abuelo materno, con quien viví durante los últimos años de su vida, solía guardar en una pequeña lata (que creo era de galletas), toda suerte de pequeños tornillos, roldanas, resortes y un sinnúmero de minúsculos repuestos cuya función y utilidad nunca llegué a conocer. Mi abuela paterna, mujer sabia y pragmática, por su parte, siempre aseguró que las cosas, por muy insignificantes que parezcan, cumplen con un fin que a veces escapa a nuestra comprensión humana. En fin, sea como fuere, lo cierto es que recordé aquello en virtud de un pequeño accidente que experimenté con una de esas tuberías de pvc que a veces algún descuidado ha dejado casi a flor de tierra en el jardín o en alguna esquina del patio, obligándonos a cerrar la llave del agua y correr buscando alguna forma rápida de solucionar el inesperado desaguisado. Para no ir hasta la ferretería en busca de varias cosas que iba a necesitar, busqué en mi propia caja de galletas que ahora poseo y donde suelo depositar cualquier artefacto que “puede ser de utilidad más tarde”. Mi caja es más grande que la de mi abuelo y posee ya algunos lunares de óxido que, no sé por qué, me parece que le dan cierto aire de nobleza. La búsqueda, sin embargo, no dio frutos. Igual tuve que salir rumbo a la ferretería para adquirir tres o cuatro cosas que necesitaría para la reparación, con lo cual empecé a sospechar, con cierta jocosa resignación, que realmente no todo lo que guardamos para usarlo después nos es de verdadera utilidad. A veces el sentimentalismo nos gana, y cuando venimos a darnos cuenta, nos encontramos rodeados de sillas, mesitas, cajas plásticas, colecciones de vasos de algún restaurante de comida rápida (o tornillos, tuercas y roldanas, en una vieja caja de galletas) que jamás volveremos a usar y que tan sólo ven pasar el tiempo, tan silentes como el mismo paso de los años, formando parte de esas acumulaciones de las que apenas nos percatamos.

 

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