Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Las peculiaridades y posibilidades del uso de nuestro idioma nunca dejan de sorprender, y pueden llegar a ser infinitas. Cuando yo cursaba el primero o segundo año de la secundaria, recuerdo que algunos de mis compañeros y yo solíamos utilizar, a manera de guasa, palabras poco frecuentes en la comunicación popular cotidiana, rimbombantes (o domingueras, como solíamos denominarles) que hacíamos rimar con otras que el interlocutor debía utilizar para responder alguna pregunta o conversación insulsa. Por ejemplo, si la última palabra de mi frase era coloquio, mi interlocutor debía simplemente responder algo como acopio; Procopio o soliloquio, aunque entonces no tuviéramos la menor idea de su significado o ni siquiera viniera a cuento con la idea inicial de la conversación. Cosas de muchachos, quizá. Absurdas diversiones que, cual moda, con el paso del tiempo fueron perdiendo sentido y pasaron a formar parte de los recuerdos que, eventualmente, tratan de salir a flote como bollas olvidadas en alta mar. En fin. Hace pocos días, mientras realizaba algunas diligencias y caminaba por una transitada calle cercana al centro de la ciudad, me quedé un breve instante observando la parte frontal de una de esas casas de antaño, esas casas de las que los dueños solían rentar uno o más espacios con puerta a la calle para ser utilizados como locales comerciales, locales en los que era usual encontrar una pequeña tienda, lavandería o sastrería, y que con el correr del tiempo empezaron a mezclarse con nuevas construcciones, edificios modernos y cafeterías de comida rápida. En la parte superior de la puerta de entrada al local que llamó mi atención, un pequeño rótulo ya maltrecho por el tiempo y las inclemencias meteorológicas (seguramente), no dejaba duda del tipo de servicios que allí se brindan: “Sastrería Anexa”, leí. En el interior del local me pareció distinguir, desde el otro lado de la calle, dos figuras masculinas que se afanaban, entre hilos y telas, uno cortando algo sobre una mesa; el otro, sentado a una máquina de coser, seguramente uniendo las piezas de algún saco o pantalón. La tonadilla de una pegajosa canción de los Tigres del Norte sonaba de fondo, cuyas notas salían del parlante de algún artilugio tecnológico de los que ahora reemplazan a aquellos descontinuados radios de transistores. Volví la vista en todas direcciones. Intenté descubrir alguna otra sastrería contigua o cercana, pero no encontré ninguna. Entonces seguí caminando… Sin duda, las posibilidades de uso de nuestro idioma son infinitas… La sastrería está allí, pero no logré descubrir a qué otro negocio estaba anexa. A los costados y en las puertas contiguas no descubrí ningún otro negocio similar o información que lo explicara.

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