Adolfo Mazariegos
Es imposible no sentir que se estruja el corazón cuando llega a nuestro oído el sonido de la noticia que anuncia un episodio desastroso (por decir lo menos) como el ocurrido con los treinta y nueve migrantes fallecidos trágicamente en Ciudad Juárez (México) pocos días atrás. No es la primera vez que algo similar ocurre en algún lugar de América Latina, dicho sea de paso, pero el episodio referido pone de manifiesto, una vez más, la necesidad urgente y eterna de prestar verdadera atención a los problemas que dan pie a que movimientos migratorios ocurran de la manera que ocurren en la actualidad. La migración no es algo nuevo, ciertamente, es un fenómeno social que generalmente ocurre por la necesidad que la persona migrante precisa satisfacer, sea de cercanía con familiares o amigos que han partido previamente, sea porque no encuentran solución a los problemas que enfrentan dentro del territorio del propio Estado que los vio nacer. Esta segunda razón es la que las más de las veces opera como motor de tales movimientos o desplazamientos humanos, y, en casos como el citado, evidencian también la falta de capacidad o de voluntad de los Estados para darle respuesta a las demandas que, de ser satisfechas, no llevarían a desenlaces fatales, lamentables y tan deplorables como el referido. “¿Qué tiene que pasar?”, preguntaba un congresista o cenador mexicano, visiblemente consternado, refiriéndose al trágico suceso y cuestionando la falta de acción para que ese tipo de tragedias no ocurran, poniendo de manifiesto además, con tal cuestionamiento, la inoperancia y anacronismo de los sistemas y métodos mediante los cuales los países de esta parte del mundo abordan los procesos migratorios (el fenómeno de la migración en términos generales) en la actualidad. El problema es muy serio, sin duda, de considerables dimensiones y repercusiones de cara al futuro. Y por supuesto, aunque sea un asunto que provoque escozor y desagrado, es preciso abordarlo con la seriedad y respeto que la vida de un ser humano merece. El migrante no siempre se va solamente porque quiere, muchas veces lo hace porque no le queda otra salida. Y sólo quien se marcha con la única certeza de no saber si un día volverá, entiende lo doloroso que resulta partir a lo desconocido en busca de algo quizá mejor, pero que no siempre le es dado encontrar. Con el respeto que merece hago mías las palabras citadas líneas arriba, sumándome a quienes seguramente hace y se hacen la misma pregunta: ¿qué tiene que pasar?