Adolfo Mazariegos
Hablar de igualdad, desigualdad o democracia en América Latina, puede parecer un asunto trillado, un asunto ajado en las páginas del tiempo y de la historia y de esos largos procesos que parecieran nunca terminar en nuestro continente, algo que se comenta constantemente y que las más de las veces suele apreciarse como desde una ventana lejana, un cristal oscuro y empolvado a través del cual nos atrevemos a acercarnos con seriedad muy poco. La evolución histórica del Estado latinoamericano (partiendo de la Colonia), presenta particularidades que de alguna manera se han mantenido hasta el presente, y que han delineado un azaroso camino que en términos generales y en honor a la verdad, es compartido por la mayor parte de América Latina. Esto ha llevado a sus Estados a convertirse, por el devenir de esa misma historia y por sus propias particularidades individuales, en los países a los que a alguien, en algún momento se le ocurrió llamar (y ese es otro asunto) tercermundistas primero, subdesarrollados o en vías de desarrollo después. No obstante, justo es reconocer que, dado que no todos los Estados se han desarrollado ni se siguen desarrollando al mismo ritmo ni con las mismas tendencias, resultaría injusto e incorrecto colocarles a todos en el mismo saco, a pesar de que las políticas públicas compartidas, erróneas o mal intencionadas en reiterados casos, no sólo han permitido (entre otras cosas) el aumento de esa desigualdad aludida. En tal sentido, abrir un agujero por aquí para cubrir otro por allá, pareciera haberse convertido en una suerte de cultura a la que muchas veces nos vamos acostumbrando sin siquiera percatarnos. Y claro, todo ello incide directamente en lo que hoy muchos denominan “la calidad de la democracia”. La desigualdad, por su parte, se combate con verdaderas acciones enfocadas al bien común, con educación, con salud, con empleo y no con acciones que socavan la confianza, las capacidades y potencialidades de la gente (el mayor activo del que puede disponer una sociedad). En distintos países de América Latina pareciera darse desde hace algún tiempo un proceso a través del cual se cuestiona su particular “democracia”, no como el método mediante el cual se permite participar en procesos eleccionarios cada ciertos años, sino como un sistema mediante el cual se puede mejorar la forma y el nivel de vida de la población. Que conste: no estoy cuestionando las bondades de vivir en democracia, sino todo lo contrario, lo traigo a la reflexión como un punto de partida para una necesaria y seria discusión en torno a la necesidad de no dar por sentado que ya se ha dado el paso final en la consecución de una democracia consolidada, con todo lo que ello conlleva.