Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Durante los últimos años muchas de las sociedades latinoamericanas (aunque no con exclusividad, claro está) han convivido con la corrupción que ha llegado a incrustarse incluso en las estructuras de los Estados mismos. No se está descubriendo el agua azucarada con ponerlo sobre el tapete.

En tal sentido, las llamadas primaveras ciudadanas en distintos países, cambiaron la percepción de la democracia que aparentemente empezaba a experimentar una transformación importante (por lo menos, eso parecía que estaba sucediendo).

Sin embargo, al mismo tiempo, y aunado a esa dinámica de cambio, también se empezó a experimentar un fenómeno que podríamos dividir inicialmente en dos vertientes, que, por supuesto, merecerían análisis separados mucho más extensos y exhaustivos que los que aquí se exponen. La primera de estas vertientes es el hecho de que la participación ciudadana, en un considerable porcentaje, se limitó a protestas populares que si bien contribuyeron a iniciar procesos de cambio largamente esperados, parecieran haberse estancado, lo cual de alguna manera es comprensible debido a la pandemia que aún aqueja a gran parte del mundo, además del hecho de que las protestas y manifestaciones populares no necesariamente llevan a la participación de los individuos en política activa y en la toma directa de las decisiones gubernamentales.

En el ámbito teórico de las ciencias sociales, estas cuestiones han sido ampliamente discutidas (aunque no lo suficiente aún, ciertamente), desde temas muy elementales como los clivajes de Lipset y Rokkan, hasta planteamientos más complicados desde distintas perspectivas y corrientes que a lo largo de la historia han abordado lo relativo al Estado, el poder y el ejercicio de gobierno, entre otros.

La segunda vertiente, que es una cuestión de aplicación más bien práctica (por denominarle de alguna manera) en honor a la verdad no es algo nuevo, aunque sí bastante más visible en la actualidad: esa suerte de círculo vicioso mediante el cual se ha tolerado la corrupción como algo normal, es decir, ese hecho innegable de que incluso las nuevas generaciones que están viviendo esos procesos de cambio, tienen en su conjunto social, un segmento de individuos cada vez más amplio cuya finalidad al incursionar en política –las más de las veces– es su propio interés personal, sea como mecanismo para enriquecerse ilícitamente de forma rápida, sea como artilugio para obtener o aumentar el poder personal o de grupos más bien reducidos.

En la actualidad, estas dos vertientes aludidas resultan teniendo una relación bastante estrecha. Y, lo aceptemos o no, eso pareciera acelerar lo que muchos han denominado el deterioro innegable de la democracia y de los procesos democráticos de los Estados.

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