Adolfo Mazariegos
Una de las grandes maravillas de ser niño es, sin duda, la mirada de inocencia con que suelen apreciarse las cosas cotidianas de la vida. La mirada sin malicia. La capacidad de maravillarse ante lo que luego, quizá, con el paso del tiempo, llega a considerarse una insignificancia. El adulto, por el contrario, a veces cae en acciones o actitudes cuya base se supondría fundamentada en la razón, en ese discernimiento del que pomposamente hacemos gala y que probablemente está más allá de las discusiones filosóficas acerca de lo bueno y lo malo, lo correcto o incorrecto, lo ético o lo infame. En fin, dicho eso, y a manera de personal catarsis (dispénseme por ello), me permito contar lo que vi hace tan sólo un par de días: por las tardes, cuando voy de regreso a casa, a veces paso por una amplia, larga y transitada calle de varios carriles por lado, una de esas calles que en las ciudades modernas suelen cobrar cierta fama y que se van convirtiendo también, poco a poco, en punto de encuentro entre los transeúntes y algún niño o niña que en el camellón central vende algún producto o extiende su mano infantil para recibir las dádivas de alguna persona que se conmueve ante ese tipo de fotografías urbanas. Esa tarde, el semáforo parecía observarlo todo en un rojo eterno. Y frente a mí, un vehículo blanco por cuya ventana el conductor de pronto saca el brazo, agitándolo, ofreciendo algo a una niña de tres o cuatro años a la que he visto en esa misma calle desde hace tiempo, junto a su madre, incluso desde que empezó a dar sus primeros pasos allí. La pequeña toma el pequeño envoltorio de cartón rojo que se le ofrece (de los que suelen usarse para servir papas fritas en los McDonald’s) lo recibe y ve su contenido, con esos maravillosos ojos de inocencia y sorpresa ya aludidos. Introduce su manita en el cartón y extrae esa suerte de tapa de papel que cualquiera puede tomar en esos famosos restaurantes de hamburguesas para servirse salsa de tomate. Pero no había papas, ni siquiera salsa de tomate, el pequeño recipiente de papel ya estaba vacío (pero embarrado de salsa), lo mismo que el envoltorio de cartón rojo. La niña lo vio y sonrió, mientras yo observaba la escena y me sentía indignado, con deseos de alcanzar al conductor de aquel auto blanco y decirle unas cuantas cosas. Con deseos de decirle que no tenía derecho de hacer aquello. Nadie tiene derecho a hacer eso… El semáforo cambió de pronto y todo empezó a fluir de nuevo. Pero yo me quedé allí, con mil palabras atoradas en la garganta. Y quise ver de nuevo el mundo con los ojos de aquella pequeña. Quise maravillarme ante las cosas cotidianas e insignificantes de la vida, pero con la inocencia de un niño.