Adolfo Mazariegos
Hay lecturas (o libros, en términos generales) que a veces no sabemos ni cómo han recorrido el camino que los ha traído hasta nuestras manos. En otras ocasiones, por el contrario, somos nosotros quienes buscamos por mucho tiempo, quizá sin saberlo, quizá sin comprender el misterio del camino que habremos de recorrer para llegar hasta esos textos que quizá se tornarán inolvidables en nuestra vida. Años atrás yo solía visitar cada tarde la biblioteca pública Felipe de Neve, en Los Angeles, California, ciudad donde entonces vivía y en la que la amalgama de culturas y costumbres constituye una riqueza simplemente inigualable. Cierto día, después del trabajo, me topé en el pasillo de entrada de aquella biblioteca con un carrito lleno de libros de todo tipo, de distintas temáticas, de géneros literarios diversos que no dejaron de llamar mi atención inmediatamente. Los había de sociología, de inmigración, de poesía, ensayos, novelas… Y rápidamente descubrí en las pastas nombres como Rosa Montero; Mario Monteforte Toledo; Tomás Eloy Martínez; Almudena Grandes; Julio Cortázar, Hemingway, y otros que ahora quizá resultaría extenso enumerar. Aquellos ejemplares estaban a la venta por unos pocos centavos, para dar cabida a ediciones más recientes, según se leía en un pequeño cartelillo blanco escrito a mano con tinta azul sobre una hoja de papel bond. No dudé en llevarme los que pude para darme gusto con la lectura cuando el tiempo en casa fuera el adecuado. Quizá con una taza de café en mano, pensé. No todos los días se puede llevar tantos grandes nombres y sus obras a casa al mismo tiempo por unos pocos centavos. Días después, por una de esas inesperadas vueltas que da la vida, los coloqué cuidadosamente en una caja de cartón para enviarlos a otra ciudad. Debía mudarme. Y aunque los había adquirido con mucho deseo de leerlos pronto y sumergirme en las sinuosidades de cada letra, no volví a saber de ellos hasta varios años después, cuando, buscando algunas hojas que recordaba haber impreso y guardado en una caja justo antes de aquella mudanza, recordé también que seguía teniendo esos libros que guardaban grandes historias e ilusiones impresas sobre papel. Los desempaqué, los coloqué en el librero y los fui leyendo uno tras otro, desde el primero hasta el último, y descubrí que esa vorágine de misterios en el camino que a veces recorren los libros o sus lectores (según sea el caso), siempre resulta en la convergencia perfecta mediante la cual se descubren nuevos mundos. Aquellas historias quizá tardaron en llegar, pero llegaron, y como dice un viejo refrán popular: todo ocurre en el momento justo. Que hayan llegado, es lo importante.