Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

Fue hace varios años ya. Bastantes, a decir verdad. Yo era entonces una suerte de aprendiz de mil cosas en aquella estación de radio en la que finalmente me quedé trabajando durante varios años. Una tarde entró muy sonriente en la oficina donde me encontraba, una de las asistentes de dirección. «Viene a visitarnos una banda de rock», me dijo, «quiero presentártelos, están realizando una gira de promoción para su nuevo disco». Seguidamente, detrás de ella, entró una joven y guapa mujer que calzaba unos extraños zapatos cuyo color exacto no soy capaz de recordar, creo que eran fucsia, y no sé por qué, me hicieron pensar en aquellas viejas ilustraciones inglesas en las que los hombres solían usar unas medias blancas, altas, y zapatos con grandes hebillas brillantes que, a pesar de la modernidad a que hoy estamos acostumbrados, no podrían pasar desapercibidos. No sé si aquella dama era encargada de prensa de la banda o si era alguien que quizá formaba parte de su staff, quién sabe. Lo cierto es que, siguiendo sus pasos por el laberinto de pasillos y oficinas de la estación, también entraron en el salón dos tipos altos de jeans y oblonga melena. El tercero, por el contrario, era un poco más bajo y de cabello corto. Inmediatamente reparé en unos gruesos anteojos que parecían no encajar en el estereotipo que por esos días se tenía de los cantantes de moda. Y quizá ese era el asunto, que él no era simplemente uno de esos artistas de moda. «Che, cómo van las cosas, cómo estás», me dijo al entrar (lo parafraseo, hace tanto de aquello que no recuerdo las palabras exactas). Me puse de pie para saludarlo y darle la bienvenida. Él me sonrió, y pude ver dos brillantes mares musicales a través de aquellos gruesos anteojos que al parecer le acompañaron, aunque con formas distintas, hasta los últimos días. «Por acá todo bien, y ustedes cómo van». Le pregunté también. Y empezamos una charla que se extendió por buenos minutos hasta que yo cuestioné cómo habían elegido el nombre de la banda, un nombre que entonces me pareció tan singular como divertido. Amablemente y con seriedad, me contó una extraña historia acerca de una fotografía tomada (creo) en Mendoza, Argentina, en la que aparentemente aparecía una figura (o varias, no lo recuerdo con exactitud) a la que pronto se empezó a asociar con duendes o extraterrestres o algo así. De allí surgió el nombre de la banda… Hoy, recordando aquella charla que ya se vuelve difusa, me entero de que saltaste sin esfuerzo una enorme muralla verde, che; quizá tocando alguna de tus guitarras blancas, (aunque fueras bajista); o quizá pensando en que tal vez, en algún lugar, sigue existiendo algo parecido a un lamento boliviano. “Soy Marciano”, me dijo sonriente al presentarse aquel lejano día, Marciano Cantero, uno de los Enanitos Verdes.

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