Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

¡Qué hermosos ojos los tuyos, niñita!, le dije, y ella me vio con sorpresa, del otro lado de la ventana que parecía separar dos mundos tan cercanos y distantes a la vez. Y me sonrió, como avergonzada, incrédula, con su bolsa casi llena aún de esas golosinas que seguramente tiene prohibido degustar porque, si lo hace, no cuadrarán las cuentas al final del día cuando haya que marcharse, y eso no sería bueno para ella, ni sería del agrado de quien tal vez la observa agazapado desde algún punto que escapa a la vista de quienes conducen los autos por allí a esa hora. Alguien estará vigilando sin duda cada uno de sus pasos infantiles, mientras el hormigón del cielo amenaza con echarse a llorar en cualquier momento. Pero no llueve. Y ella extiende su mano ya tostada por el sol de tantas horas diarias en la calle, para recibir la moneda con la que le pago algunos dulces que en realidad no deseaba comprar. Quizá comprarle algo sea mejor que simplemente entregarle sin más algunas monedas, quién sabe. Eso probablemente sólo contribuiría a perpetuar el círculo nefasto en el que se ha convertido la vida de muchos niños y niñas explotados en nuestra América Latina: “el futuro de nuestra sociedad”, dicen los discursos con grandilocuencia. Y se escucha tan bonito, y te lo crees, y confías (quizá) en que esa panorámica que supone un tranquilo y pacifico paisaje al mejor estilo bucólico de cara al futuro de esos niños y niñas es posible. Pero pasas por esa calle al día siguiente y la historia vuelve a empezar igual, o se repite, o continúa, pero es igual… Me sentí culpable, no sé exactamente de qué. ¡Qué hermosos ojos tienes!, pensé de nuevo, porque era la verdad. Pero ya no se lo dije. Tan sólo la observé dando esa suerte de brinquitos descuidados con los que se alejaba rumbo al auto de atrás para repetir la escena con otro actor, para repetir de nuevo los diálogos que alguien (vaya a saber quién), escribió para ella en un libreto de páginas amarillentas que se resisten a desaparecer. Y de pronto volvió hacia mí la mirada, como intuyendo lo que yo pensaba, como cerciorándose de que alguien en verdad le había dicho que sus ojos de niña eran hermosos. La vi por el retrovisor cruzarse por el frente del vehículo de atrás y saltar a la acera. Y allí se quedó, con sus 7 u 8 años de vida encima, mientras yo emprendía nuevamente la marcha y me alejaba sumergido en la vorágine del tráfico de la tarde al que pareciera que ya estamos resignados en nuestras ciudades. Cuando todos (o muchos), excepto ella, emprendían el retorno a casa para dar paso a lo que mañana habrá de venir. Ella se quedó allí. Seguramente aún le faltaba una cuota de dulces por vender, algunas horas más por cumplir…

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