Adolfo Mazariegos

Lo vi allí, sentado, en el filo de aquella suerte de cornisa que no llegaba a ser siquiera una angosta banqueta, tampoco una de esas aceras por las que usualmente podemos caminar a los costados de las calles y avenidas de nuestras modernas ciudades. No, aquello es más bien la orilla de un barandal, un enorme barandal desde el que se puede atisbar, quizá con cierta temeridad, el fondo de la vía que está varios metros abajo, allá donde los autos pasan veloces y congestionados rumbo al boulevard Los Próceres, o viniendo de él, ajenos a los años que ya han transcurrido desde aquel día en que lo vi por primera vez. Pero en esta ocasión había algo distinto, algo en lo que no reparé años atrás porque sencillamente no habría sido posible: una extraña chispa ya cansada que parecía resistirse a desaparecer de sus ojos todavía infantiles y enrojecidos por el sol. Sus movimientos reflejaban cansancio, quizá costumbre, quizá el anhelo de las vivencias propias de los años párvulos que ya le empezaban a ser ajenos.

Eran cerca de las cuatro de la tarde, pero él seguramente estaba por allí desde muy temprano. Con sus pequeñas bolsas de frituras y dulces que vaya a saber si alguien le compra por verdadero interés o gusto, por necesidad, o simplemente por ese sentimiento de impotencia que a veces nos invade ante lo reprobable, ante las injusticias y ante las necesidades ajenas.

Lo observé desde la distancia, como desde una ventana lejana a través de la cual probablemente el paisaje cobra colores distintos porque tal vez el cristal no es igual al que él utiliza para ver el mundo. Una ventana a través de la cual pareciera que a veces nos resistimos a ver en virtud de que quizá así sea mejor (o más sencillo, quién sabe). Le calculé nueve o diez años, no más. Y recuerdo que lo vi por primera vez hará dos o tres años, en ese mismo sitio, en esa misma parte de la ciudad en la que ahora lo sigo viendo tan frágil, tan expuesto a caer por el barandal, tan expuesto a tantas cosas indecibles que podrían incluso arrebatarle la vida de tajo.

Difícil sería aceptar eso, quizá, pero tan fácil, con un poco de imaginación, realizar elucubraciones ficcionadas y nefastas al respecto, ficciones que la realidad muchas veces suele superar. ¡Ah, esos niños bajo el sol!, -me dije-, niños bajo el cielo abierto de la calle y de los días aciagos que les ha tocado vivir, persiguiendo alguna moneda que les permita (sea obligados, engañados o convencidos) contribuir a alguna depauperada economía familiar. No pude evitar sentir cierta frustración, a pesar de la sonrisa diáfana que percibí hacia mí en su rostro, rostro de niño bajo el sol… Y quiero creer en ello, en que a pesar de todo, el niño sonreía.

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