Adolfo Mazariegos
Uno de los fenómenos que la pandemia ha traído consigo (más allá de la pandemia en sí misma), es la notoria y preocupante proliferación de personas que, en las calles, buscan alguna manera de hacerse con algo de dinero para llevar -seguramente- alimento a las mesas de sus hogares (aunque también, sin duda, los hay quienes lo hacen con otros fines menos nobles). En el marco de esa ya compleja situación, sin embargo, el asunto se torna aún más preocupante cuando quienes realizan tal actividad son niños. Basta caminar un poco por las calles de la capital y de otras ciudades, para encontrarse con pequeños vendedores de frituras o dulces; jóvenes (muy jóvenes) artistas callejeros; limpiaparabrisas; lustradores; o todo un variopinto abanico de pequeños seres que, como dice aquella recordada canción magnifica: “son como duendes, parecen duendes…, niños sin infancia y sin pastel”… Quienes tenemos otro tipo de vida solemos sumergirnos (por ejemplo), con cierta calma resignada, en esas postales citadinas del denso tráfico en las horas pico, y, en virtud de que pareciera que estamos tan acostumbrados a ello, ni siquiera le prestamos atención al entorno, pero, ver un niño de 6 o 7 años, sentado en la orilla del barandal a un costado del paso a desnivel que del Obelisco conduce al boulevard Liberación, ofreciendo a los conductores de los vehículos, productos en pequeñas bolsas plásticas, debiera ser motivo de alarma de cara al futuro de toda una sociedad. Una escena que no tendría que existir, pero que ya es tan cotidiana y cada vez más frecuente que, tristemente, la hemos llegado a percibir como una cuestión “normal” y quizá intrascendente: un niño que al final de la tarde se encuentra solo, a pocos centímetros de docenas de vehículos que podrían atropellarlo, mutilarlo o incluso arrebatarle la vida; un niño expuesto a que cualquier desconocido lo suba de un tirón a su vehículo y haga lo que quiera con su tierna humanidad; un niño expuesto a caer por el barandal hasta los carriles de la parte baja del paso a desnivel; un niño expuesto a fatalidades indecibles y atroces que seguramente muchos reprobaríamos sin pensarlo… De más está decir que eso pone de manifiesto, estrepitosamente, una realidad a la que no se le ha puesto verdadera atención a pesar de que ya empieza a ser realmente preocupante y muy negativa en términos sociales. La pandemia no debe usarse como excusa para no hacer nada. Muchos niños y niñas están dejando su vida en las calles, lejos de un hogar, lejos de un plato de comida digna, lejos de juegos y actividades propios de su edad, y lejos de una educación que les haga convertirse el día de mañana en buenos seres humanos y buenos ciudadanos… Aunque suene a tema trillado, más allá del discurso, es preciso hacer algo al respecto, urgentemente.