Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

«La idea de que son los dioses quienes enseñan a los hombres los sacrificios que éstos llevan a cabo es universal, y no resulta difícil entender su justificación».

René Girard

Hay un acto reiterativo en la conducta humana consistente en el sacrificio de lo que se ama.  Sí, es un absurdo, principalmente por la falta de sentido, la irracionalidad de quien es movido por lo imaginario, una voz íntima (fantasmal) que lo impele a la atrocidad.  Es el caso, como usted ya habrá advertido de Abraham, el personaje bíblico patriarca de los judíos.

El también llamado «Padre de la fe» nos representa, es el arquetipo de nuestros actos ciegos, la voluntad de holocaustos inspirados en dioses fatuos.  Ya no en ese Dios primitivo del Antiguo Testamento, sino en el imperativo de los instintos que nos gobiernan.  Así, levantamos altares sacrificiales cada tanto tiempo, matando lo que estimamos.

Damos muerte al primogénito sin apenas adivinar la demencia de la acción. Nos desprendemos con primor, ignorando la forma sutil del daño autoinfligido.   Castrados y sufrientes, solo el tiempo nos hace reconocer la autoinmolación, somos nosotros la auténtica ofrenda de los dioses.

A diferencia de muchos de nosotros, Abraham fue sensato.  Escuchó una voz, acaso no la de Dios, sino la de uno de sus siervos que había dejado al pie de la montaña (intuía el fanatismo del religioso), que le dijo: «No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; pues ahora conozco que eres temeroso de Dios».  Y detuvo el sacrificio humano.

Como en el relato, en ocasiones toca también ser el inmolado y, en ese papel de Isaac, preguntar: «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?» y ser timados al mejor estilo de un presunto hombre bueno: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío».  Con tales credenciales y pasión por lo inútil, no queda sino esperar un milagro.

El prodigio que no llega, tanto por nuestra inclinación a la violencia, las infatuaciones recurrentes, como por el afán autodestructivo con que nos arrancamos el corazón. De ese modo, nunca llegamos tan bajo ni nuestro envilecimiento es peor que cuando sacrificamos lo querido en un acto en el que decidimos perderlo todo.

Como dije al inicio, el texto bíblico ilustra nuestra imperfección, la manía con la que solemos alargar la mano, tomar el cuchillo y auto inmolarnos.  Y sí, Abraham sigue intacto como Padre, pero no por asesino, sino por demostrar el absurdo del ritual que compromete nuestra felicidad.

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