Adolfo Mazariegos
No recuerdo desde cuándo exactamente, pero transito de manera más o menos frecuente por la Calle Montufar de la zona 9 capitalina. Recuerdo que, algunos años atrás, empecé a ver a una niña que vendía dulces y frituras en pequeñas bolsas plásticas. Nunca vi si estaba sola o acompañada. Pero estoy seguro de que en más de alguna ocasión le compré alguno de los productos que ofrecía, y más por lo conmovedoras que a veces pueden resultar ese tipo de postales urbanas a las que pareciera que, como sociedad, nos vamos acostumbrando cada vez más, y no tanto por la necesidad o el deseo que se tenga de consumir el producto adquirido. El tiempo, desde aquellos años, siguió su curso, y la niña en cuestión fue creciendo, fue transformando su anatomía y sin duda también sus necesidades en aquella misma esquina cuya intersección (creo) es la tercera avenida. La niña se hizo adolescente. Su físico fue cambiando imperceptiblemente (imperceptible por lo menos para mí, que la he visto crecer desde la distancia), aunque quién sabe si su forma de ver la vida y su horizonte personal también han cambiado con el paso del tiempo. Eso, ciertamente, es difícil saberlo, aunque puede fácilmente intuirse. Sin embargo, desde esa distancia que separa los carriles de la transitada calle, la he seguido viendo cada vez que paso por allí, por las tardes, año tras año, cuando hace calor o cuando el frío de diciembre nos anuncia que la Navidad se acerca. Ignoro su edad o su nombre; dónde vive o con quién; si sabe leer o si come tres veces al día; si tiene sueños o si hay algo que la ilusione; en fin… Le he calculado unos quince años (aunque seguramente me equivoco)… Hace un par de años más o menos, empecé a notar el crecimiento de su joven vientre, anuncio inequívoco de lo que pronto habría de venir en pocos meses: el ciclo de la vida que se repite y que se encarga de recordarnos -a veces con brutalidad-, que hay cosas que nunca se detienen y otras de las que a veces preferimos mejor no hablar. Hoy, aquella niña sigue en su esquina, sigue vendiendo sus dulces y frituras a quienes pasan por allí y se detiene tal vez conmovido por una estampa que refleja una realidad nefasta y difícil de aceptar. Aunque haga calor o frío ella está allí; con mascarilla para evitar el avance de la pandemia o si ella, está allí; con la conciencia o no de lo que le espera en los próximos años… Y mientras lo hace, ahora lleva de la mano a su pequeña o la observa “jugando” en la acera del arriate central, quizá sin imaginar la imagen del mundo que ella se hace cuando empieza a dar sus pasos… Quizá pensando en que ya se acerca la hora de darle el biberón.